martes, 27 de diciembre de 2016

Las fotocopiadoras

LAS FOTOCOPIADORAS

            Me hallaba en aquel cuartucho minúsculo en espera de la llegada del jefe supremo. Era allí, y no en su gigantesco despacho, dónde solía citarnos de manera esporádica e inesperada, a los empleados que casi nunca sabíamos por qué ni para qué éramos llamados; o más bien nos negábamos a asumir las verdaderas razones. Aunque de una cosa estaba seguro, todos lo estábamos: nadie salía por esa puerta, entonces cerrada a mi espalda, con un semblante afable. Algunos mascullaban maldiciones en voz baja, o cuando menos, cabizbajos, arrastrando los pies, contrariados y balbuceando palabras inconexas. Inenarrables los rostros de aquellos que recibían la fatídica comunicación de su despido, despreciados por improductivos. Como Juan Martínez, compañero durante trece años, padre de tres hijos y con una hipoteca. Pude ver cómo su cara, roja de ira, se tornaba blanca hasta que de repente se le perló en sudor, tuve que socorrerlo cuando caía redondo al suelo. O la vez que Peláez acusó de chivato al recién llegado, un tal Bermúdez, éste se defendió con palabras, pero el otro, lleno de cólera cuando lo culparon de plagio, la emprendió a puñetazos y patadas. Los despidieron a los dos, claro: eran reemplazables. El Jefe no se anda con tonterías, no le tiembla el pulso a la hora de tachar a alguien de su lista de operarios, o asesores, o creativos como yo. Pero allí seguía, nervioso, esperando con creciente incertidumbre, sentado en aquella silla, los antebrazos sobre la mesa, tamborileando con los dedos y observando inquieto a mi alrededor el montón de maquinas fotocopiadoras que dormidas, reposaban sobre el suelo gris de aquella sórdida habitación. Frente a mí, otra silla más en un reducido espacio, la que debía ocupar de un momento a otro el jefe, la triste luz blanquecina de un tubo fluorescente y el silencio, tan sólo intervenido por el suave golpeteo de mis uñas sobre el cristal. Podía sentir el pulso golpeándome en las sienes, el corazón agitado en mi pecho, mis piernas en constante ajetreo. De pronto advertí el parpadeo de una lucecita verde y quedé petrificado, un escalofrío recorrió mi espalda al observar como aquel led verdoso se iluminaba y a su vez, otro rojo se encendía y apagaba con medida exactitud. Luego fue una diminuta luz aquí, otra allá. Ladeé el cuerpo para comprobar el cuadro de enchufes de la pared y advertí para mi asombro que no había una sola clavija conectada. Fue entonces cuando los cables salieron, Dios sabe de dónde, y serpenteando muy despacio fueron a ensamblarse con la corriente eléctrica. Las máquinas cobraron vida de repente, sus tripas comenzaron a rugir sin motivo,  plástico y metal discutían, se quejaban rodillos y guías, tinta, papel...todo crujía dentro de las fotocopiadoras. Se escuchaba el entrechocar de piezas, se percibían claramente los desplazamientos, el trabajo, la pugna. Entonces las infernales máquinas comenzaron a escupir folios impresos mientras yo me aferraba atemorizado a los bordes de la mesa, las manos crispadas, los nudillos blancos de tanto apretar, el gesto contraído en una mueca de espanto, mirando a todos lados e intentando tragar saliva de una boca seca a causa del horror, del miedo que casi logró que me orinara encima. Confieso que escaparon unas gotitas cuando contemplé la posibilidad de que el gran jefe apareciera en ese preciso instante, con los dichosos artefactos zumbando a toda pastilla, me acusaría nada más entrar de aquel pandemónium. A mí, que no he matado una mosca en mi vida. A mí, cuya única culpa era la falta momentánea de ingenio, y de genio; o es que se había evaporado por completo mi talento... Lloré, sólo pude llorar y contener el pipí. Dejé que mi cara descansara entre las manos y me fui rindiendo lentamente, emitiendo leves sollozos y lamentándome de mi mala suerte. Me absorbí los mocos y al elevar el rostro, las fotocopiadoras empezaron a detener su trajín una por una, chasquidos, resoplidos, exhalaciones, alguna queja estridente y se fueron inmovilizando hasta que en un instante se hizo de nuevo el silencio. Los cables se desenchufaron ante mi atónita mirada y se ocultaron por sí solos. Pero las lucecitas de colores seguían encendidas, parpadeantes, llamativas, sensuales, incluso, llegaron a parecerme, porque de manera inopinada me erguí en la silla para dirigir mis pasos hacia la primera de ellas, muy despacio. Tan asustado como atraído, como Ulises con las Sirenas, sólo que yo no estaba atado. Palpé la primera pantallita con la yema de mi dedo índice, apenas rozándola, con mucha suavidad. Bajo el transparente metacrilato un solo dígito, el número uno. Guiado por una extraña sensación, me agaché y recogí los folios que había en la bandeja y en un acto casi mecánico, los cuadré y los puse bocabajo sobre la mesa. Repetí la acción con la siguiente fotocopiadora, de la que me cercioré sin sorpresa exhibía el número dos, luego con la otra, así hasta la última de un total de siete. Cuando tuve todo el papel bien apilado alcé con mucho cuidado la esquinita del último folio y comprobé que tenía impreso el número setecientos setenta y siete, lo separé del montón y leí el último párrafo de lo que supe era el final de una novela: “Todo podría suceder, todo es posible, pero no, eso nunca ocurriría. Por eso él nunca alcanzaría a comprender. Fin.” Invertí de nuevo el folio y lo puse en su lugar, y mientras los volteaba todos para dejarlos bocarriba y en perfecto orden, las lucecitas me dedicaron un último guiño de complicidad y se apagaron sin más. Fue justo en ese momento cuando la puerta se abrió para dar paso al gran jefe, al presidente del grupo de empresas: Fantasía Comunicación. Al Viejo, como algunos lo llamaban. Al insigne escritor, que de sobra sabíamos emborronaba blancos lienzos con su mala caligrafía, poblando el papel de faltas de ortografía y jactándose de ello con la mayor zafiedad. Al rico empresario cuya única aptitud consistía en exprimir el talento ajeno para cobrar más fama inmerecida y aumentar su inmensurable cuenta corriente. El odiado, envidiado y temido jefe. El mandamás, el dueño de todas las cosas, el poderoso, el vehemente, el señor don José García, que un día renunciara a su nombre por considerarlo vulgar, para firmar los libros que él nunca escribiera, bajo el pseudónimo de Víctor Fantasy, mucho más llamativo, más comercial y universal, decía él.
            -Buenos días, señor Magallanes–, saludó al entrar, cerró la puerta y ocupó la otra silla invitándome a sentarme–. Quiero creer que ya sabrá por qué lo he llamado, sí, lo sabe, sé que lo sabe. No lo tengo a usted por uno de los muchos lerdos lameculos que pululan a mi alrededor como molestas moscas, que solo desean un poco de dinero, un poco de mi sangre, de mis mieles; y que de vez en cuando les pase la mano por el lomo fingiéndome condescendiente...está sudando, Ramiro–, murmuró con mirada inquisitiva y continuó perorando–. En fin, no sé por qué me entretengo… Vamos a repasar brevemente su aportación a la empresa en estos años–, dijo como si hablara sólo y fijó la vista en los setecientos setenta y ocho folios; el primero estaba en blanco, que yacían sobre la mesa. Esos folios que me parecieron de repente tan compactos y fuertes como una bomba atómica, esos papeles que ahora él observaba con extrañeza, y yo, ignorante, contemplaba con una tranquilidad inusitada. El jefe entonces se obligó a pestañear y siguió con su cháchara. –Iré al grano. Vamos a dejarnos de monsergas. Su última novela hace ya tres años que se publicó y si no hubiera estado firmada por mí, no hubiera llegado a los treinta mil ejemplares, de los cuales, hay unos cinco mil en stock, ¡que no se venden desde hace más de un año! ¿Y qué ha vertido usted a la empresa en ese año? No, no me lo diga, lo tengo aquí: tres relatos breves, que quién sabe dónde habrán sido incluidos para relleno, por no quemarlos. Usted sabe, señor Magallanes, que cuando hace un año reuní a todos los “negros” que como usted, trabajan para mí, con el apremio de publicar con su autoría y firma la próxima novela que me trajeran, lo hice tan sólo como estímulo, un placebo. Sin embargo, a usted lo llamé aparte porque tenía esperanza en su creatividad y talento, y por eso quise arengarlo de verdad firmando mi promesa ante notario y en su presencia, quería que usted fuera testigo. Pero el resultado de mi experimento no ha sido nada satisfactorio, creo que ha provocado el efecto contrario, se ha sentido presionado y ha sido incapaz de escribir una frase. Lo sé, no olvide que yo también soy escritor: se ha atascado antes de arrancar; a mí me pasaba...–Profirió con una arrogancia nauseabunda, sonriendo con una autosuficiencia tan ofensiva que me dieron ganas de estrangularlo, pero me contuve y seguí escuchando con fingido interés.  –Pero otra vez me voy por las ramas; lo que quería decirle, que usted por supuesto no sabía, es que mi compromiso con usted expira a las trece horas y trece minutos de hoy, es decir, dentro de tres horas y tres minutos exactamente–, dijo mirando su Rolex de oro. –Claro, que esto no sería un asunto de importancia si no fuera por una clausula añadida en la letra pequeña que usted como un idiota, ávido de vanidad e ingenuo cómo un niño, firmó sin pararse siquiera a leer–, farfulló con desprecio y forzó una risilla maliciosa. –Dicha cláusula, indica que usted dejará de pertenecer a esta empresa... Señor Magallanes…Ramiro. Mis dos canales de televisión no alcanzan últimamente las cuotas deseadas, no tengo una buena serie, porque no tengo buenos guiones. Las editoriales no consiguen poner un libro entre los diez más vendidos desde hace dos años. Los periódicos no se venden como a mí me gustaría. Mis cadenas de radio no se escuchan como yo quisiera. Las discográficas son un juguete muy caro del que estoy pensando en desprenderme un día de estos. ¿No lo comprende, Ramiro? No es que me guste lo que voy a hacer, es que estoy obligado a hacerlo, es doloroso, créame, pero irremediable. Está usted acabado, se esfumó su inspiración, su chispa. Y además firmó su renuncia a ser indemnizado. Ramiro Magallanes, está usted despedido–, soltó y se quedó tan ancho, mirando con disimulo por rehuir mi mirada, aquel montón apilado de folios que descansaban sobre la mesa. Luego, como yo seguía sin decir nada y mostrando con osadía una incierta cara de póker, pasó sus ojos de los míos al papel varias veces y en un arrebato cogió la página en blanco y leyó la que había debajo:        –Ramiro Magallanes. El enigma del siete–. Murmuró, la puso sobre la otra y continuó leyendo. Al terminar la siguiente me lanzó una mirada furtiva y pasó a la tercera. La leyó con voracidad y pasó a otra, y a otra, y a otra, y a cada página que pasaba me volvía a mirar fugazmente a los ojos, cada vez más incrédulo. Cuando estaba a punto de acabar con la página siete rodeé con los brazos el paquete de folios y lo atraje hacia mí, negándole así la posibilidad de seguir leyendo. Se hizo palpable su enojo, pero su orgullo le mantuvo la boca cerrada, sus labios no conocían las palabras por favor. Estaba acostumbrado a conseguir todo lo que quería, pero en aquel momento sólo codiciaba aquellos folios y el saber lo caros que podían llegar a costarle logró que emergiera un incómodo rubor a sus blancas mejillas.
            -¿A qué hora decía usted que expiraba mi contrato?                 
              
  
                       
       
               
   

                        

No hay comentarios:

Publicar un comentario