lunes, 5 de marzo de 2018

The Hawlbaicin 14



                        Florentia Iliberritana. Año 45 antes de nuestra era.
            Allá en el alto castro que domina la pequeña civitas, en el Orto Carolo, donde se eleva la fortaleza del sátrapa y aliado de Roma, Pex Minaretix III el Rústico, todo está manga por hombro y no cesa la agitación por restablecer en algo el orden: se espera la visita del mismísimo Julio César, que hará una breve estancia en su marcha de regreso a la Ciudad Eterna, después de vencer a los hijos de Pompeyo en tierras de Munda, lugar famoso por sus vinos claretes y testarudos. Pero en fin, la cosa es que en el palacio de Minaretix, tiempo ha que se soportaba una hediondez, a causa, decía el tiranuelo, de los carros y carretas de la plebe y las bestias que los arrastraban, que cargados con sus cosas y sus gentes, deambulaban como era y es habitual en cualquier urbe del Orbe, defecando ora aquí, ora allá... Así pues, mostrando plena convicción y abusando de su condición, prohibió el tránsito a todo vehículo de tracción animal por las inmediaciones extensas del alcance de su vista. Pero pasaban los días y aunque ningún mulo defecara en los aledaños del alto castro, la repugnante pestilencia se había instalado de tal modo que ya se hacía insoportable.
            Y allá se hallaban, sobre las murallas, oteando hacia poniente, Minaretix y su sibila, la que no se nombra, la malvada Friktástila. Él, inquieto y cabreado, forzaba una ensayada sonrisa para ocultar su laxante estado. Ella, la que no se nombra, hierática y altiva su menuda y huesuda figura, observaba que las columnas de humo que por la mañana se elevaban al cielo, quedaban veladas por el polvo que a esa hora del atardecer levantaba a su paso las legiones. Ya se había adelantado un correo para advertir de la inminente llegada del glorioso ejército de Roma y de su general, Julio César. Y también advirtió el heraldo cierto tufo que ofendía un rato las narices, que si no usaban de las magníficas cloacas romanas, dijo, o a qué se debía ese repugnante hedor. Acá se defendió Minaretix culpando a la chusma y a sus bestias, que todo lo ponen perdido de estiércol, dijo. Tengo entendido, dicen que le dijo el heraldo, que tu cognomen es Rústico, a causa de tu origen y ascendencia, de cierto terruño próximo a Acatucci, ¿es así? Así es, reconoció aun tornándose rojo de ira, un tic nervioso le afectó a un párpado, notó movimientos en su vientre y hubo de aguantarse un pedo. En Roma, continuó el romano examinando los rubores del sátrapa, se imposibilita el paso de carros durante el día porque se origina un caos espantoso y no se puede caminar, pero de noche se abren las puertas de la ciudad para que todo el mundo pueda trasladar mercancías, enseres, pertenencias y... ¡Y lo que a cualquiera le venga en gana!, cuentan que le soltó de un grito. Es una política coherente, añadió reflexivo, para no asfixiar a una ciudad, que no sepas esto no me sorprende, pero siendo tan rústico como eres, que no alcances a discernir entre el olor a estiércol de burro y esta hediondez a mierda humana que flota en el ambiente... Aquí lo que pasa es que algún poblador del castillo, caga recio, atranca las cloacas y las heces se acumulan. Averigua quien es y expúlsalo, es de mal augurio, dicen que le aconsejó por lo bajini. Pero Pex Minaretix III el Rústico, que sintió aquellas palabras como si un hierro candente penetrara en su estómago, sólo fue capaz de tragarse el orgullo de reyezuelo sojuzgado y aceptar el consejo con fingida cortesía, y disponerse a recibir al dueño de Roma en su fétida morada. Bueno, dicen que se consoló el tirano, por lo menos no está la chusma estorbando en las calles y podrá pasear a su gusto, el augusto Julio César.