Hawlbaycin, Garnatix. Año 2072.
En una fría
mañana del mes de febrero, un grupo de estudiantes australianos es perseguido
por otro de chinos, en una visita ilustrativa de lo que un tiempo atrás fuera
el barrio del Albayzín, hoy en día transformado en ese lugar de ocio que la
humanidad requiere y precisa. Los últimos clientes salen del Casino de Zafra,
un antiguo convento, bastante beodos de güisqui, uno de ellos se dispone a
orinar contra el primer derribo que encuentra, que está justo al lado. Los chicos
australianos que lo ven mear se sonríen, las chicas, de no más de dieciséis
años, corren escandalizadas. Pero como las chinas, más alejadas ellas,
retroceden en un acto reflejo, son atropelladas por la silenciosa e inteligente
lanzadera que venía por detrás, que la máquina no ha advertido la repentina
mudanza. El meón se la sacude presto al observar el trágico accidente, se siente
culpable, por eso se cuela con sus amigotes por la primera callejuela que
pillan, que como todo el mundo sabe, por cualquiera de ellas te pierdes en las
ruinas. Los estudiantes chinos gritan para pedir ayuda, pero en la Carrera del Darro todos
los hoteles están herméticamente insonorizados a causa de las habituales noches
de jolgorio. Tampoco viajaba ningún residente en el vehículo lanzadera, ya no
existen, así que nadie puede echar una mano a estos accidentados muchachos. Los
australianos corren entonces hacia delante por ver si encuentran alguien que
los ayude, pero todo está desierto a esa hora temprana, incluso en el Paseo de
los Guiris o Paseo de los Tontos, antigua y popularmente conocido como Paseo de
los Tristes. Y como perciben que de pronto los gritos de los estudiantes chinos
ya casi no se escuchan, continúan su ruta sin querer y se suben ordenadamente a
la escalera mecánica que los ascienden por la antigua Cuesta del Chapiz, tienen
entradas para ver las ruinas de un viejo y hermoso colegio, visita obligada
para todo estudio moderno y pedagógico sobre cómo iban al cole nuestros padres
y abuelos. Entre tanto, tres chiquillas chinas son llevadas en brazos por sus
compañeros, que desesperados, buscan un hospital. Otras siete de ellas parece
que pueden hacerlo por su propio pie, menos mal. El cochecito de seis plazas
queda varado sobre el piso, volcado junto al viejo acceso al ascensor, cuya
obra provocó el derrumbe de la
Sabika y media Alhambra. El piloto automático se ha bloqueado
con el golpe, sus altavoces repiten sin cesar: help me, help me… En esto, unos
pies negros que bajaban entre los escombros del Bañuelo con sus perros y sus
flautas, se quedan parados al ver el chisme solicitando ayuda en inglés. ¿Tú
sabes lo que dice el bicho?, pregunta uno. Pide ayuda, creo. ¿Y qué se hace en
estos casos? ¡Joder, tío, te estás pasando con tantas preguntas! Fin de la
conversación, siguen su camino al son de los ladridos de sus animales. Entonces
un turista se asoma al balcón de su hotel y toda la juerga y el jaleo que sus
amigos están formando en la habitación inunda de ruidos la calle entera, hasta
en Plaza Nueva lo oye la máquina de la limpieza, que no está programada para
interpretar este sonido, por lo que prosigue imperturbable con su tarea. El
huésped del hotel, que viene a Granada a su propia despedida de casado, arroja
la colilla del cigarro que fumaba contra la lanzadera que halla averiada y
parlante debajo del balcón para intentar que cambie de discurso, y lo consigue,
que de repente lo alterna con un: No smoking, no smoking…
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