FLACO
Para Quinto Pomponio Flaco,
ciudadano romano de la orden ecuestre, aquella era una mañana como otra
cualquiera. Ignorante del radical cambio que experimentaría su vida unas horas
después, se levantó tarde, como de costumbre, realizó sus abluciones y desayunó
con el apetito que generalmente le provocaba la gran ingesta de vino de la
noche pasada. Acto seguido, se irguió de su silla con un sonoro pedo, dando dos
palmadas al aire para que el buen Mamerto apareciera al instante con un par de
sandalias en una mano y la toga de ordinario en la otra, pues como cada día,
ayudaba a su amo a doblar cuidadosamente los pliegues de la misma.
-Ni que estuvieras detrás de la
puerta-, le reprochó un suspicaz Flaco.
-Estaba detrás de la puerta, amo Pomponio-
reconoció avergonzado.
-Mmmmm- lo disculpó y quedó
mirándolo con los ojos entrecerrados, como si no lo conociera. Pero si lo
conocía, ambos se conocían, no en vano, su padre lo compró pensando en su
educación cuando su madre aún estaba encinta de él, y aún estuvo del niño más
cerca de lo esperado desde el primer día de vida, ya que la desdichada murió en
el parto. Cuando años después faltó también el padre, lo heredó junto con el
resto de los bienes y pasó a convertirse así en padre, madre, educador y
preceptor.
Era el viejo Mamerto el colmo de la
virtud, a veces hasta exasperarlo, todo lo que se desea y nunca se espera de un
esclavo. De origen griego, tenía conocimientos de Física y Astronomía, Cálculo,
dominaba la Retórica igualmente en griego o en latín, pero entre éstas y otras
muchas cualidades, tenía también la de ser el mejor cocinero de Roma. Esto
último, jamás pasaba inadvertido para algunos de los invitados a las cenas que
de tarde en tarde organizaba para agasajar a algún cliente o amigo. Fueron
muchas las ocasiones en las que lo tentaron a desprenderse de él, ofreciéndole
a cambio autenticas fortunas, y otras tantas las que hubo de rechazar sin
pensarlo siquiera. Lo quería demasiado, lo quería y además lo necesitaba. Fue a
consecuencia de estas ofertas cuando imaginó por primera vez una vida sin él,
desechándola al instante por la tristeza que le causaba. Fue también ahí,
cuando quiso observar la vida desde el prisma del esclavo e intentó meterse en
su piel, sin conseguirlo. Pero la diosa Fortuna, que en su rodar aleatorio
fuerza el destino caprichosamente aun sin desearlo, le sonreiría de un modo
extraño precisamente la noche anterior.
-Amo Pomponio, yo…
-Lo sé, lo sé, Mamerto-, interrumpió
Flaco, –me consta que escuchaste al detalle todo lo que se habló anoche durante
el trascurso de la cena.
Su
amigo Poncio Craso había llegado en litera, se bajó de la misma con la
dificultad acostumbrada, a pesar de que sus esclavos se esforzaban
denodadamente en ayudarlo a conseguir la verticalidad. Logrado el objetivo y
tras las pertinentes salutaciones, pasaron al atrio de la casa, donde un gran
banquete les esperaba. Una vez servido el vino, el anfitrión ordenó a la
servidumbre se retirara a las cocinas, donde ofrecerían un refrigerio a los esclavos
de su huésped, obteniendo de paso la intimidad que la ocasión requería.
-Tengo que contarte algo-, comenzó la conversación Craso.
Había llegado a sus oídos que el
mismísimo Petronio, el mayor adulador de la corte, el favorito del César,
conocedor de las dotes culinarias de Mamerto, vendría decidido a comprarlo al
precio que fuera para regalarlo a Nerón. Mientras nuestros dos amigos
conversaban, en otro lugar de la casa, la servidumbre bromeaba acerca del
enorme peso que debían transportar cada vez que el amo Craso necesitaba
trasladarse, a excepción del viejo Mamerto, que como buen mayordomo solía estar
en todas partes.
-He decidido manumitirlo-, anunció
Flaco.
Había tenido noticia del rumor y
aquello no hizo sino acelerar un proceso que llevaba tiempo rumiando.
-Mañana tengo cita con un
magistrado, él aún no lo sabe, pero en unas horas será un hombre libre, nadie
podrá comprarlo ya. Nunca.
Brindaron por el futuro liberto y
tras vaciar las copas de un trago, lo vieron entrar aun sin ser llamado para
escanciarles el vino con una delatora sonrisa en la cara. Lo observaron en
silencio y esperaron a estar a solas de nuevo para seguir disfrutando del ágape
en la más absoluta confidencialidad.
-¿Te has fijado en mi nuevo
esclavo?- Comentó Craso bajando el tono de voz.
-Supongo que te refieres al enorme
nubio que te acompaña-, contestó Flaco reprobador, conocía perfectamente las
inclinaciones sexuales de su amigo. Y aunque él gozara en ocasiones de la
compañía de algún efebo, ni compartía ni entendía, como buen romano, el placer
de ser el sujeto pasivo en una relación homosexual, así que escuchó con
infinita paciencia cómo Craso le pormenorizaba acerca del imponente poderío
físico del nubio, y se entusiasmaba hablando del tamaño y vigor de su miembro
viril.
-¡Basta, basta!- Alzó los brazos
Flaco visiblemente irritado.
Craso
carraspeó a modo de disculpa e inmediatamente orientó la conversación a temas
más triviales.
-Me encanta venir a comer a tu casa,
Flaco.
-A mí también me encanta que vengas,
pero un día de estos vas a reventar.
-Puede ser-, farfulló Craso
rebañando el contenido de un plato.
La noche se fue diluyendo junto con
la comida y el vino, y decidieron poner fin a la reunión. Flaco salió al
pórtico para contemplar como los cuatro esclavos se afanaban en la tarea de
instalar a su amo en la litera. El espectáculo lo dejó mudo. Estático y con las
cejas enarcadas, sólo pudo levantar un poco la mano para decirle adiós.
-No insistas Mamerto, no daré marcha
atrás. Además, aún soy tu amo ¿no? Pues ponte tu mejor túnica y acompáñame al Foro.
El pobre Mamerto, que no había
pegado ojo en toda la noche, excitado con los acontecimientos que habían de
venir, se abrazó a su amo agradecido y temeroso, pues aunque la única obsesión
de cualquier cautivo no es otra que la libertad, él no dejaba de pensar en las
posibles represalias, no de Petronio, el arbitro de la elegancia, como alguno
lo había llamado, sino en las del César. Si un individuo como Nerón, capaz de
ordenar la muerte de su propia madre, llegaba a interpretar aquello como lo que
era: un ardid para eludir a su augusta persona, las consecuencias podían ser
imprevisibles. Como así lo fueron, pero no adelantemos acontecimientos.
Ya tenemos a amo y esclavo camino
del tribunal, sorteando a los numerosos viandantes que a esa hora de la mañana
poblaban las bulliciosas calles de Roma. El primero delante, haciendo honor a
su cognomen, pues ni la bien plisada toga conseguía disimular su extrema
delgadez. El otro unos pasos mas atrás, como era preceptivo, vistiendo una
túnica azul ribeteada y ceñida a la cintura, al modo griego. Todo fue muy
rápido, como había dispuesto Flaco, simularon el juicio ordinario y obtuvieron
una sentencia inmediata.
-Lo que no entiendo son estas
prisas-, inquirió el magistrado Fulvio.
Flaco lo fulminó con la mirada.
-Ya, ya: sin preguntas-, dijo al
tiempo que guardaba la bolsa repleta de monedas que acababa de recibir de manos
de Flaco.
El camino a casa lo hicieron
despacio, ahora el uno al lado del otro, como dos hombres libres. Flaco
hablaba: -¿Cuánto hubieras durado en las cocinas imperiales, una semana?
Cualquier sospecha o intento de envenenar al emperador hubiera recaído
inmediatamente sobre ti. El nuevo, el recién llegado-, y terminó con la
retórica.- ¿Sabes cuantos desean ver muerto a Nerón?
El nuevo liberto asentía lleno de
gratitud, pues en su entrañable ingenuidad no se le había ocurrido contemplar
esta perspectiva. Pero ahora, en libertad y cercano a la ancianidad, solo
deseaba vivir en paz el poco tiempo que le quedara de vida.
- Que los dioses nos sean propicios,
amo Pomponio.
- Que así sea. Y deja de llamarme
amo o nadie se lo va a creer.
- Sí, Flaco.
Nunca había escuchado su apodo en
boca de Mamerto, le pareció que sonaba con una dulzura infinita. Y con estas pláticas
iban llegando a casa, pero justo cuando se disponían a entrar fueron abordados
por dos andróginos de una manera algo brusca. El primero de ellos empezó con
voz chillona: –Tú debes ser Flaco y el viejo que te acompaña… ¿Es el esclavo
llamado Mamerto?
-¿Y a quién debo tanta arrogancia?–
contestó el togado.
-Te ruego disculpes a mi compañero-,
intervino el otro en tono conciliador, -a veces se olvida del protocolo-,
añadió al tiempo que lo apartaba a un lado.
-Y también de la condición-, apuntó
Flaco, que se daba perfecta cuenta de que se hallaba ante dos esclavos.
Mientras el primero de ellos quedó
callado y observando con menosprecio a Mamerto, el segundo continuó
educadamente con su charla, se explicó: como bien había adivinado el équite,
eran dos siervos, eunucos; esto sobraba, pues era palpable, que servían en casa
de Petronio y que éste los mandaba a tratar con él la venta de un esclavo de su
propiedad, un griego llamado Mamerto, que según había llegado a oídos de su
amo, era un excelente cocinero. Terminó su exposición rogándole marcara un
precio, que tenían autorización para negociar.
-Has acertado en casi todo-, se
dirigía en exclusiva a él, pues Apolodoro, que así se llamaba el otro, no hacía
más que tasar a Mamerto con desdén, mirándolo de arriba abajo. -Excepto en un
detalle de cierta importancia-. El horro, que hasta ese momento había
permanecido inexpresivo, comenzó a dibujar en su rostro una infantil sonrisa
que se iría acentuando paralela al discurso de su nuevo patrono. –Efectivamente:
es griego; se llama Mamerto; es un maestro en los fogones, pero…es un hombre
libre.
Los eunucos giraron al unísono sus
confundidas cabezas para mirar al aludido radiando satisfacción. Apolodoro fue
tornado su desprecio en asombro, para pasar a la decepción y después a la
envidia. De nuevo se volvieron hacia Flaco, que con una ceja enarcada y una
mano indicando al Palatino daba por zanjado el asunto. Después que los vieron
irse, mohínos, chillándose entre ellos con esa voz aguda tan peculiar, no
pudieron contener la risa por más tiempo y ambos estallaron en sonoras
carcajadas. Tras el hilarante trance, enjugaron sus lágrimas y quedaron
mirándose durante unos instantes.
-Vamos a celebrarlo-, propuso Flaco, –iremos al Circo
Máximo, ¿has visto alguna vez una carrera de cuadrigas?
Estaba excitado, conducido por la euforia, no
advertía el cansancio que Mamerto acumulaba. Pero éste aceptó, no podía
rechazar el ofrecimiento que le brindaban: recorrer las calles de Roma como un hombre
libre. Por primera vez en su vida tenía el poder de decidir sobre sí mismo,
estaba aturullado, la cabeza le daba vueltas, suspiró profundamente y se dejó
llevar.
-Flaco-, titubeó antes de pronunciar
el nombre-, no he pisado el Circo en mi vida.
¡”Cúrrus,
cúrrus”! El bramar era atronador. Ciento cincuenta mil romanos se impacientaban
pidiendo a voz en grito el comienzo de la siguiente carrera, parecía que el
descanso se prolongaba más de lo habitual, ellos ya habían visto dos, para
Mamerto, más que suficiente.
La primera de ellas se había
desarrollado con normalidad, un par de abandonos como consecuencia de los
impactos y algún caballo malherido. Pero la segunda fue mucho más emocionante,
sólo cuatro de las doce cuadrigas que tomaron la salida consiguieron terminar
la carrera. Flaco sonreía e intercambiaba saludos con un par de conocidos, de
pronto, recordó que no había venido solo.
-¿No te está gustando, Mamerto?
No había necesidad de respuesta, su
cara hablaba por él. Había pasado por las cercanías del Circo en infinidad de
ocasiones, pero siempre rehuía de aquella multitud obsesionada que se abría
paso a empellones para conseguir acceder al recinto. Sabía qué tipo de
espectáculos tenían lugar allí dentro, pero nunca imaginó que se emplearan con
tanta violencia, le pareció abominable. Pero lo peor estaba aún por llegar.
-Sólo una carrera más-, solicitó
Flaco.
Asentía con desgana en el mismo
momento que unas fanfarrias anunciaban algo con lo que no contaban, todas las
miradas se dirigieron a un mismo punto: Nerón. Apareció
ataviado con la púrpura imperial y secundado por un numeroso séquito. Su
teatral saludo enardeció aún más a la chusma, el clamor se hizo insoportable.
También ellos se volvieron para mirar, pues el palco de honor quedaba a su
derecha, un poco más atrás. Distinguieron a los eunucos de pié, justo detrás de
Petronio. Mamerto cruzó su mirada con la de Apolodoro y la tornó rápidamente
hacia otro lado, demasiado tarde. A Flaco la sonrisa se le borró en un
instante.
-No te muevas-, sugirió Flaco, -aguantaremos
aquí hasta que acabe la carrera. Venir al Circo ha sido una estupidez por mi
parte, pero movernos ahora…
Ya no podían ver cómo Apolodoro le
hablaba al oído a Petronio, al tiempo que señalaba en su dirección. Nerón se
interesó por el cuchicheo.
-No es nada César, era sobre tu
regalo de cumpleaños.
-Pero…si aún faltan seis meses,
Petronio.
-Ya, es que…- Petronio le contó
brevemente, restándole importancia al asunto. Cuando terminó de escucharlo,
Nerón se volvió para ver al eunuco asentir indignado, señalándolos con el dedo.
El César miró a Flaco, clavando su mirada en él durante unos segundos.
-Ah, Petronio, me aburro.
-¡Fabioooo!- El maestro de
ceremonias corrió hacia el trono imperial.
-Cuando
digas César.
Éste
hizo un gesto de hastío, a la señal, la fanfarria volvió a sonar. Nerón miró de
nuevo a Flaco, después compuso una mueca de asco y llamó al capitán de la
guardia. El pretoriano se encorvó para escuchar al César, la carrera iba a
empezar.
El silencio era el suficiente para
poder oír a los caballos, que tras las cárceres,
piafaban de excitación. Éstas se abrieron en cuanto Nerón dejó caer el pañuelo,
al sonido metálico de las rejas le siguió el estruendo de las cuadrigas, y a éste,
el jaleo de la multitud. El Circo era una tormenta. Mamerto sudaba, tanto por
los acontecimientos cómo por el calor del verano. Era la tarde de un diecinueve
de julio, un día aciago para la Ciudad Eterna. Flaco intentó relajarse para
disfrutar del espectáculo.
Al principio una vuelta de tanteo,
tras ésta, un avance hasta el extremo de la pista, y justo ahí, empezaron las
hostilidades. La táctica era sencilla, al doblar el poste la pista se
estrechaba, los participantes se cerraban el paso, provocaban la colisión y a
esperar la suerte. Los aurigas, conscientes de la presencia del emperador, se
emplearon a fondo. Para la cuarta vuelta se habían producido cinco abandonos,
sólo quedaban siete carros, había más espacio para maniobrar, pero las colisiones
serian más brutales. La chusma seguía vociferando, cada cual a sus colores. Los
tres carros de la facción verde, todos aún en pista, ocupaban la cabeza. Al
llegar al giro, el único de los blancos tenía tomada la posición interior y
utilizó esta ventaja para cerrarles el paso, pero al rectificar en el giro
partió el eje y se estrelló contra la barrera de protección. El improvisado
obstáculo hizo frenar al resto de los carros, los dos verdes que corrían por el
lado mas externo chocaron entre sí y lo arrollaron. La confusión fue espantosa,
el auriga que venía en último lugar se encontró de repente con aquel embrollo,
intentó esquivarlo y aunque los caballos lo consiguieron, el carro se enganchó
y fue frenado en seco. El hombre saltó por los aires y se golpeó fuertemente
contra el suelo, inmediatamente sacó el cuchillo e intentó cortar las riendas
que llevaba atadas a la cintura. Los animales, libres de lastre, corrían
hipnotizados, lo arrastraron hasta la siguiente curva estampándolo contra la
pared y ahí perdió el cuchillo, y probablemente la vida. Ooooh, se lamentó el
graderío. Fue arrastrado como un pelele durante las dos vueltas que quedaban
para finalizar. Resultado: de las tres cuadrigas que quedaron, la de los verdes
llegó en primer lugar, aquello satisfizo al populacho, pero mucho más a Nerón.
Para ello hubo que sacrificar a doce caballos, dos hombres estaban heridos de
gravedad y otro más no vería la luz de un nuevo día.
-Quiero irme-, la voz de Mamerto
sonó apagada, trémula.
-Vámonos-, aceptó Flaco buscando el
vomitorio más próximo.
Ya
en la calle, ambos se miraron de un modo extraño, tenían cierto malestar y se
les reflejaba en el rostro.
-Necesito ir a las letrinas-, suplicó
Mamerto.
-Yo también-, coincidió Flaco
acelerando el paso.
La
tensión que tuvieron que soportar en el Circo les aceleró una indigestión
provocada por la perca que un tabernero les ofreció un par de horas antes a un
precio magnífico, ahora sabían por qué. Se alejaron del bullicio rodeando el Palatino
y tras varios intentos infructuosos, por fin encontraron unas letrinas con
plazas libres. Aliviaron sus cuerpos y conversaron en voz baja. Flaco expresaba
su deseo de terminar la juerga con vino y mujeres, pero el nuevo liberto sólo
pensaba en volver a casa, estaba agotado. Su primer día como hombre libre,
curiosamente había sido uno de los peores de su vida. Además, aún sentía cierto
recelo hacia los eunucos.
-No te preocupes por los castrados-,
lo tranquilizaba Flaco.
-Quiero volver a casa-, solicitaba
Mamerto. -Estoy cansado, ve tú, por favor-, incitaba advirtiendo en él la
necesidad de aliviar otras partes de su bajo vientre. -Y no abuses del vino-, terminó
por decirle a la vez que se marchaba.
Flaco lo vio alejarse, le había
hablado como un padre. Qué necio y egoísta se sintió, debió de haberlo
manumitido muchos años atrás, él nunca lo hubiera dejado solo. Incluso cuando
enviudó, al poco de casarse, (ella murió en el parto junto con el niño), fue su
único consuelo. Reafirmó su decisión de compensar aquel mal trecho balance. Embutido
en sus pensamientos, encaminó sus pasos hacia la Subura. Dos tipos lo
observaban a cierta distancia, lo siguieron.
Se adentró por las calles calculando
que aún le quedaban unas horas de luz, pues la Subura de noche era un barrio
altamente peligroso. Llegó al lugar que buscaba, lo conocía. La Loba Oscura era
una taberna de mala muerte regentada por un viejo liberto de origen libio y
atendida principalmente por mujeres africanas. Flaco había ido allí en busca de
Yaya, una joven nubia de piel de ébano y carnes generosas pero firmes, que se
prestaba a toda clase de juegos. Pidió vino y se sentó, no la veía, decidió
esperar. Dos nuevos clientes entraron y se sentaron en un rincón, a Flaco le
parecieron pretorianos en día de permiso. En otra mesa, un grupo de amigos
brindaban alegres. Una mujer con peluca rubia y la cara maquillada se acercó
para servirle vino insinuándose, él la rechazó cortésmente, ella no se molestó,
lo había visto otras veces. Sin necesidad de preguntar, la mujer le susurró al
oído que Yaya no tardaría en salir, él se lo agradeció con una moneda. Después
llevó una jarra y dos copas a la mesa del rincón, los recién llegados la
invitaron a sentarse, ella accedió encantada dedicándoles una pícara sonrisa e
inició una conversación de forma jocosa y desvergonzada, pero como ellos
bajaran el tono de voz, la sonrisa le desapareció del rostro. Miró a Flaco,
después posó sus ojos en el propietario. El tabernero, perro viejo en su
oficio, le devolvió la mirada mientras simulaba estar ocupado, algo no iba
bien. Entonces ella se levantó, pasó junto a la mesa del équite y éste le hizo
un gesto con la copa vacía, ella lo entendió y le indicó que esperara, después
cruzó unas palabras con el viejo libio y se perdió hacia el interior. A
continuación, uno de los que ocupaban la mesa del rincón se levantó y se fue
sin más. Flaco ni lo advirtió, estaba pensando en Yaya, le encantaban sus
felaciones, con aquella boca grande de blanquísimos dientes y su lengua áspera
y dura. Pero Yaya tardaba, el vino tardaba. Miró hacia fuera y comprobó que aún
era de día, se tranquilizó.
Tres
furcias salieron a hacer su trabajo, pero ninguna se le acercó. Fueron
directamente a la mesa que daba algo de ambiente al lugar, estaban beodos. Entonces
el tabernero le trajo a él una jarra y se la dejó encima de la mesa, Flaco se
lo agradeció y se dispuso a seguir bebiendo, y a seguir esperando. Así estuvo
durante una hora, tras la cual, cinco romanos entraron y se fueron a sentar
junto al solitario habitante del oscuro rincón. Enseguida, el viejo libio se
deshizo en atenciones hacia los nuevos clientes. Flaco se extrañó un poco,
sobre todo por la insólita indumentaria de uno de ellos, al que no conseguía
ver la cara, oculta tras un estrafalario sombrero. En ese preciso instante
apareció Yaya con otra jarra de vino, a nuestro amigo se le iluminó la cara. Ya
estaba oscureciendo pero Flaco no reparó en ello, a partir de ese momento sólo
tendría ojos para ella. Le reprochó la tardanza con fingido enfado y aunque
conversaron durante un buen rato, los vapores del vino no le permitieron advertir
en ella una frialdad inusual. Terminó de un trago el contenido de su copa y
aunque se resistiera en un principio, Yaya, obviándolo, volvió a llenársela de
nuevo. Dos chicas se levantaron con sendos clientes buscando un lugar más
íntimo. Flaco, al verlos pasar, miró solícito a Yaya, estaba borracho y quería
sexo, lo exigía. Ella miró al rincón, donde todos la observaban en silencio,
luego miró a Flaco, lo agarró y se lo llevó.
Se desnudaron en un instante, en la
habitación, dos lucernas iluminaban un colchón que dejaba mucho que desear, la
tenue luz se reflejaba en la atezada piel de la nubia, más cuando ésta comenzó
a untarse el cuerpo de aceite. Aquello excitó a Flaco, que ya podía presumir de
una considerable erección. Entonces Yaya se acercó con un pañuelo y se lo puso
en los ojos.
-Hoy probaremos un juego nuevo-,
dijo ella.
Flaco se estremeció, sintió como lo
cogía por las axilas y lo soltaba en la cama como a un muñeco. Se dejó llevar,
estaba ebrio y contento. Ella comenzó por hacerle una felación, como a él tanto
le gustaba, acariciándole los testículos, ora con el dorso de la mano, ora con
sus hermosos pechos. Después bajaría con la lengua hasta un lugar mas profundo.
Lo que flaco no podía ver, eran los dedos de Yaya buscando un poco de aceite para con un sutilísimo trabajo, introducirle
uno muy lentamente en el ano.
-¡Ahhh!- Flaco se sorprendió. –Eso
no me lo habías hecho nunca-.
-Tranquilo-, susurró Yaya
acariciándolo suavemente.
Continuó con la felación sin sacarle
el dedo, hasta el final. El vino y el éxtasis lo hicieron estallar en una
eyaculación portentosa, acabó exhausto, jadeó, pero no podía moverse, entonces
Yaya le dio la vuelta y apareció su esmirriado culito. Sonreía como un niño,
había disfrutado mucho, estaba borracho y a merced. Ella siguió hurgándole,
después notó como se le echaba encima, él seguía con la misma cara de tonto,
babeaba. Ahora sintió algo que le pareció más blando que un dedo, lo que
contrastó con la sensación de tenerla a ella encima. Pero lo que de veras lo
dejó en suspenso fueron las fuertes manos que lo tenían cogido por los hombros.
Fue penetrado y apagó un grito. Echó una mano atrás y palpó un culo que no era
el suyo, ni el de Yaya. Se espantó y quiso quitarse el pañuelo que lo tenía
cegado, pero le agarraron los brazos y ya sólo pudo soportar las embestidas inmovilizado.
Oyó cómo la estancia se llenaba de risas y sintió miedo.
-¿Te queda mucho Marco?- La voz que
escuchó hablaba con autoridad.
Le quitaron la venda de los ojos
para encontrarse la cara de Nerón a un palmo de la suya, que dedicándole una sonrisa
sardónica la dijo al oído: -¿Crees que un hombre puede eludir su destino?
Justo entonces un pretoriano
irrumpió. -¡César, la ciudad está ardiendo!
Nerón
miró al sodomita, éste se vació con un par de sacudidas y todos salieron
corriendo. Flaco quedó en la cama, aturdido, estupefacto. Permaneció allí
durante unos segundos, después cogió sus ropas y se vistió. Caminó despacio hasta
el umbral de la taberna, sólo quedaban las chicas y el libio. Lo miraron en
silencio, Yaya con tristeza. Se fue sin pagar, pero nadie le reclamó nada. En
la calle, la gente corría de un lado a otro sin reparar en él, siguió andando
confuso y comenzó a juntar las piezas. Los silenciosos clientes del rincón; los
que llegaron más tarde: Nerón y su guardia personal, que acostumbraban a
escoltarlo en sus famosas correrías por la Subura; la tardanza de la etíope. La
buena de Yaya, coaccionada, se limitó a prepararlo para que no sufriera
demasiado. “¿Crees que un hombre puede eludir su destino?” Las palabras de
Nerón resonaban en su mente. No, pensó, ni siquiera el César, pero ya no podía
decírselo. Levantó la cabeza para despejarse un poco y arrastrando la toga llegó
hasta casa.
Allí
estaba Mamerto junto a los otros esclavos, asustados y expectantes con la
noticia del incendio. Vieron llegar al gordo Craso, que caminaba asfixiado, ya
que correr no podía. Hablándole con dificultad le solicitó amparo, pues su casa,
explicó, corría grave riesgo de ser pasto de las llamas, como así fue dos días más
tarde, el incendio no se sofocaría hasta la sexta jornada.
-¿Te ocurre algo, Flaco?–, dijo
Craso ya dentro de la casa. -¿Qué manera es ésa de llevar la toga?
Flaco
lo miró despacio, sin responder.
-Ven, siéntate-, lo invitó Mamerto.
-No sé si podré-, contestó para
dejarlos extrañados, interrogantes.
No
se hizo esperar y pasó a contarles lo sucedido con todo lujo de detalles, cuando
hubo terminado, quedaron durante un buen rato en silencio. Mamerto lo miraba
enormemente afligido, tras unos instantes, Craso habló al fin: -Estamos
jodidos-, de inmediato se llevó la mano a la boca, pero ya estaba dicho.
-Lo peor no es que te jodan-,
contestó Flaco mirando a un punto lejano, y añadió: -lo peor es que además te
guste.
Asombrados, con los ojos como
ventanas, exclamaron al unísono: -¿¡Flaco!?