miércoles, 7 de noviembre de 2012

Una Noche Más


UNA NOCHE MAS



Me ocurrió en una noche de invierno, tal vez fuera miércoles, no se. Había conducido mi taxi durante catorce horas sin descanso, estaba exhausto. El cuerpo entumecido, sabía que me fallarían las piernas en cuanto pusiera el pie en tierra, aun así, decidí apurar: una carrera más. Tiempos de crisis, la hipoteca, las facturas ¡cuatro niños! Aparecí en Plaza Nueva cuando el reloj daba las cinco y cuarto de la madrugada. Dos compañeros hacían número en la parada, sin pensarlo siquiera, realicé la maniobra y me coloqué el tercero ¡una tregua! Me dije a mi mismo, antes de terminar la jornada.
 Apagué las luces pero dejé el motor en marcha, un hilo de calefacción me aliviaría del espantoso frío que reinaba en la calle. En la radio, Joaquín Sabina cantaba para todo el mundo la dirección de su domicilio. De repente, el agudísimo zumbido del terminal de la emisora, tan detestable como apetecible, me sobresaltó en extremo. Miré hacia delante moviendo la cabeza a un lado y a otro para cerciorarme de que los dos taxis que me antecedían, gozaban de la guarda de sus dos conductores, así era. Me centré en la pantallita, pulsé aceptar y leí el despacho.
                           Maribel. Callejón del mentidero nº 77. Granada.
            Esto último, aun hoy sigo sin comprenderlo. (Ya se que estoy en Granada.) Me entró la risa, conocía la calle. Recóndita, estrecha y no tan larga como para albergar un número tan alto. No voy, me dije, lo devuelvo ahora mismo, debe ser un error. Pulsé la tecla correspondiente, pero no respondió. Repetí la operación varias veces y nada. Comencé a golpear el cacharrito pero para mi mayor sorpresa, el taxímetro me mostró en números rojos el total de la bajada de bandera. Enarqué una ceja cuando ví la palanca de cambios acercarse hacia mi, luego avanzó hasta la posición de primera, el volante giró por completo hacia la izquierda y estupefacto, casi caigo en el asiento de al lado cuando el vehículo, sin que yo pudiera hacer nada, describió una U sobre el asfalto con tal precisión y velocidad, que cuando pude recuperar la verticalidad ya dejábamos atrás la iglesia de Santa Ana. Me agarré al volante como pude y pisé el freno con ambos pies, ni inmutarse. A la altura del Puente de Cabrera, el Taxi apuraba la tercera a más de tres mil revoluciones. El coche bramaba con estruendo sobre el adoquinado de la Carrera del Darro. Respirando con dificultad y sudando a chorros, tragué saliva antes de intentar abrir mi puerta y quedé con el tirador en la mano. Cuando las ruedas lograron alcanzar el piso asfaltado y uniforme del Paseo de los Tristes el cuentakilómetros indicaba ciento veinte por hora. Menos mal que no hay nadie, pensé en un principio, pero al instante rectifiqué a gritos: ¡Que alguien me ayudeeeee! Inútil.
            Me puse el cinturón y cerré los ojos, me estampaba contra el muro del Palacio de los Córdoba. Nada de eso, el taxi dobló en ángulo recto para enfilar la Cuesta del chapiz y la inercia me expulsaba de tal modo que de no haber tenido el estómago vacío, hubiera vomitado sobre el cristal del acompañante. Ascendí la prolongada pendiente boqueando como un pez fuera del agua, el coche iba como un tiro y ante mi desesperación, entró planeando a la Plaza del Salvador. Luego viró en la Placeta de Aliatar y tomó a la izquierda para llegar derrapando a la de los Castillas. Se coló como una exhalación hasta la Placeta del Aljibe de la Vieja y se detuvo en seco.
            Ahí estaba. Ante mi borrosa visión y en constante movimiento: El Callejón del Mentidero.
            Apenas podía sostener los parpados, los brazos me caían a plomo, mis piernas ya no estaban, me encontraba a merced, incapaz, impotente. Dos lagrimones resbalaron por mis mejillas cuando entregado a mi suerte, rendido al fin, mi taxi penetraba sin remedio en el angosto callejón. Las aletas delanteras crujían, las puertas se avenían hacia mí chirriando con estridencia por el roce, los cristales laterales fueron estallando de uno en uno y la luna delantera, se fue combando poco a poco convertida en una tela de araña que amenazaba con atraparme. La calle se iba estrechando mas y mas y el vehículo con ella, tanto que ya me veía en mi propio ataúd. Lloraba como un niño con la carita entre las manos, cuando me pareció que mi puerta se abría de repente y alguien me habló a voces:- ¡Iyooo… Tira pa’lante coño! O te vas a dormir a tu casa.



     Ramón Alcaraz