martes, 27 de diciembre de 2016

La caja

                                                  LA CAJA

Al morir la abuela toda la familia fue llamada para hacer pública la lectura de su testamento. En él dejó por escrito que la casa, su única propiedad, sería vendida junto con todo lo contenido, y el dinero obtenido de la venta, sería repartido a partes iguales entre mi madre y mis tíos, a excepción hecha, y esto requería una cláusula aparte, de todos los objetos que se hallaran en el desván, de los cuales me hacía única beneficiaria directa. Quedé un tanto sorprendida, me sonrojé cuando todos, incluidos mi madre y mi hermano, dirigieron hacia mí sus miradas cargadas de recelo, que después se tornaría en burlas, risitas y sarcasmos, cuando por fin descubrimos lo que aquel lugar atesoraba. Antes de entrar en aquella buhardilla, todos coincidimos en que jamás nos había picado la más mínima curiosidad por conocer aquel apartado rincón de la casa, a pesar de que algunos, como mi tío Pedro, contaban más de sesenta años y al igual que mi madre, habían vivido allí durante toda su infancia. El caso fue que como nadie quiso perdérselo, nos dimos cita aquella misma tarde para comprobar el estado de la casa y sobre todo, conocer qué cosas escondía aquel viejo e ignorado desván. Subimos las escaleras en silencio, yo en primer lugar. Cuando conseguí abrir la trampilla; tuve que esforzarme para lograrlo, el fuerte hedor que emanaba de dentro los repelió a casi todos, y amparándose en vanas excusas retrocedieron rápidamente dando por concluida su participación en tan particular aventura. Sólo mi madre y mi detestable primo, Ernesto, consiguieron asomar la cabeza para ver tan decepcionante espectáculo. Renunciaron en cuestión de segundos, pues al volverme advertí que me habían dejado sola. Obviándolos a todos, me cubrí la cara con un pañuelo para soportar el trance e hice un rápido recuento de mis recién heredados bienes.
            Cubiertos por una vasta capa de polvo pude ver el cabecero de una cama, un viejo triciclo y unos cuantos muebles desvencijados, pero lo que más llamó mi atención, fue una mesa justo en el centro de todo, bajo la claraboya del techo, y sobre la que encontré tapada con un paño para salvarla de la suciedad, una pequeña caja hecha con madera de ébano e incrustaciones de nácar. Guiada por un extraño presentimiento la guardé inmediatamente en mi bolso.
Toda mi familia dejó de murmurar cuando me vieron bajar las escaleras, tan solo el vago redomado de mi primo Ernesto, que a sus cuarenta años aún no había dado palo al agua y seguía sangrando sin pudor a mi tía, dijo con gran vehemencia:   –Con tales tesoros podías montar una tienda de antigüedades-, provocando con ello las carcajadas de todos. Tuve que salir huyendo para que no me vieran llorar y alejarme de aquel nido de buitres, se ufanaban de mi decepción, fue como si la abuela se hubiera guardado una última humillación para mí: su nieta favorita.
Transcurrido un tiempo la casa se vendió y al poco fui invitada por el nuevo propietario a desalojar, no sólo el contenido del desván, sino el de toda la casa, renunciaba a ello a pesar de haberlo pagado, incluido el piano de cola, que confesó le provocaba escalofríos. Le pedí un tiempo para darle respuesta, me dio un día, o todo, absolutamente todo, dijo, sería pasto de las llamas. Aquella misma mañana salí a pasear para aclararme las ideas y sin saber cómo me encontré en una de las calles más bulliciosas de la ciudad, frente a un local cerrado y puesto en alquiler. De pronto recordé al estúpido de mi primo y sus mofantes palabras, en dos minutos estaba pidiendo razón en la tienda contigua. Todo fue rapidísimo, esa misma tarde cerré el traspaso y en menos de una semana tenía lista mi tienda de antigüedades.
Aparte de lo que saqué de la casa de la abuela, añadí un sin fin de artículos de lo más diverso, un reloj de cuco que nunca me decidí a colgar en casa, una vieja edición del Quijote que nadie leyó, una hamaca de Lona, un jarrón de china, en fin, fue bastante difícil hacer un inventario completo. Cuando lo tuve todo limpio y bien colocado, abrí por fin sus puertas.
Era un lunes de primavera, y lo recordaré como recuerdo cada uno de los días que vinieron después por la sencilla razón, y éste es el motivo por el cual quiero dejar testimonio escrito, de que no entró nadie, sí, absolutamente nadie. Instalada en una calle céntrica y de plena actividad comercial, todo el mundo pasaba de largo y si algún turista despistado se paraba delante del escaparate, no duraba allí ni segundos. Después de tres meses estaba desesperada, pensaba en la detestable sonrisa de mi primo y deseaba que me tragara la tierra, lo había invertido todo, tenía que encontrar una solución o aquello sería mi ruina. Así que una mañana idee un pequeño ardid y decidida, lo puse en práctica al instante. Dejé la puerta abierta y me quedé en el umbral, seleccionando a mi victima. Observé lejano a un elegante caballero que vestía traje azul y se tocaba la cabeza con un llamativo sombrero, paseaba distraídamente, mirando los escaparates, venía en dirección a mí. Di dos pasos hacia dentro y me tiré al suelo, con el cuerpo ladeado y los ojos cerrados, conteniendo la respiración soporté un interminable silencio, hasta que escuché por fin sus pasos. Caminaba hacia mí pero no se detuvo, percibí cómo pasaba por encima y uno, dos, tres, y dejé de oírlo.
            -¡Señorita!- Exclamó de pronto para mi sobresalto.
            Abrí los ojos y lo vi allí, encorvado, una mano en la espalda y la otra en el pecho. Me levanté de un salto y él se volvió hacia mí quitándose el sombrero.
-Con ese objeto ahí-, dijo señalando con su dedo –es lógico que nadie entre aquí–, cambió su orientación indicando al suelo. -Buenos días-, se despidió sin darme tiempo a abrir la boca.
            Cerré la puerta, estuve llorando desconsoladamente durante una hora, cuando hube enjugado mis lagrimas y me encontré, no calmada, sino derrotada, me encaminé muy despacio hacia el objeto que el caballero había indicado: la cajita negra. Cogí papel de regalo y la envolví cuidadosamente, la metí en una bolsa y con ella en mis manos, cerré la tienda y me fui a comer al bar donde algunas tardes solía tomar café.
            Cuando me senté había poca gente, pero en unos instantes, sólo quedábamos la camarera y yo. Terminé mi almuerzo y pagué rápidamente fingiendo cierta prisa, dejándome olvidada sobre la mesa la bolsa con la caja, cosa que hice con la mayor intención, por supuesto. Después salí corriendo de allí y abrí de nuevo la tienda. Aquella tarde vendí una lámpara de araña y una vajilla de loza que perteneció a mi abuela, creí estar volviéndome loca, estaba asustada, pero no tenía nada que perder y decidí terminar con tan demencial asunto, así que cerré y fui de nuevo al bar.
            La camarera puso la bolsa encima de la barra en cuanto me vio traspasar la puerta y me dijo con una sonrisa: -¿Te olvidaste algo? 
            -Si, gracias-, contesté con fingida cortesía.
            -Que tarde, chica-, resopló fatigada, -no ha entrado nadie en el local, absolutamente nadie.
Noté como un sudor frío recorrió todo mi cuerpo, me despedí agradecida y con la caja ya en mi poder, salí corriendo en dirección a casa. Cuando llegue la dejé sobre la mesa y me senté frente a ella, la saqué de la bolsa en tanto iba encajando las piezas de aquel absurdo rompecabezas. Primero concreté que aquello estuvo durante años en el desván, donde nadie entró jamás ni sintió deseos de hacerlo. Después estuvo en mi casa, donde nadie en todo ese tiempo, ni mi madre, ni siquiera mis amigas, habían tenido la idea de venir a visitarme; hasta ese momento no había reparado en ello. Luego la llevé a la tienda, ¿para qué, si estaba cerrada con llave que yo por supuesto no tenía? Entonces pensé por qué nunca había sentido curiosidad en abrirla. La cogí entre mis manos y pasé a estudiarla. En uno de sus lados encontré una de las incrustaciones que me pareció estaba a punto de desprenderse, la toqué un poco y noté como se hundía levemente, empujé con la uña todo lo que pude y clac, se abrió inesperadamente una ranura por la que apareció la dichosa llavecita, la extraje suavemente, la introduje en la cerradura y la caja se abrió. Encontré en su interior un trozo de papel doblado en cuatro partes, lo desplegué, estaba en blanco, me pareció percibir cierto olor a aroma de limón, entonces recordé que mi abuela me enseñó de niña a escribir mensajes ocultos con el zumo de esta fruta, rápidamente busqué una vela y la encendí, coloqué el papel encima de la llama con cuidado de no quemarlo y lentamente fue apareciendo la siguiente leyenda:

Si has conseguido llegar hasta aquí
alcanzarás lo que te propongas
el fuego que te sirvió para leerlo
úsalo ahora para quemarlo

            Quedé suspendida, temblando de miedo acerqué el papel a la llama y cuando el fuego lo consumió, experimenté una tranquilidad que no sabría explicar, me sentí tremendamente cansada y me acosté. Abrí los ojos pensando en el elegante caballero del sombrero, pero por más que me esforzaba, no podía recordar su cara. Desayuné con gran apetito, me vestí y fui a abrir la tienda. Aquel día no daba abasto con tanta clientela, ni al siguiente, ni al otro….
            Hoy, cercana a la ancianidad, solo me resta hacer balance de todos estos años. Hace una semana murió el que ha sido el hombre de mi vida, tuve con él y aún los tengo, tres hijos maravillosos a los que dejé la cadena de tiendas de antigüedades más grande del país. He viajado por todo el mundo, y ahora vivo retirada en este viejo caserón donde enterrada al pié de un roble, dejaré para siempre esta caja junto con el misterio que marcó mi vida. Creo que la abuela no logró desvelarlo y yo, hace mucho que dejé de hacerme preguntas, ahora tan solo espero, que nadie la encuentre jamás.

                                                                                



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