jueves, 22 de diciembre de 2016

DESPRECIADO Y DEPRECIADO

DESPRECIADO Y DEPRECIADO


            Nací para ser despreciado el resto de mi efímera existencia, pues desde que ví la luz, mis padres me malvendieron, como al resto de mis hermanos, a un individuo de mala calaña, que se deshizo de mí en cuanto tuvo ocasión. Ésta se le presentó pronto, en una tienda de ultramarinos, y aunque el tendero en un principio, me acogió con satisfacción, maldijo para sus adentros, al final de la jornada, cuando quísome sumar, como a una más de sus ganancias. Pronto conocí mi sino, pues cuando despuntó el alba, aquel mercader avaro, quiso tenerme a la mano, guardado pero visible. ¿Mas que podía hacer yo?, quedarme medio dormido.
            Desperté en otras manos, unas manos delicadas, suaves y perfumadas, como el resto de aquel ser. Quedé al instante prendado, embrujado por su hermosura, empecé a encontrarme bien, por vez primera en la vida, incluso creí percibir, cierto celo en mi custodia, me sentía protegido, en su seno me relajé, me dejé llevar. Tras un breve paseo, fuimos a desayunar a una cafetería, tostadas con mantequilla, Cola-cao, zumo de mandarina. Terminado el desayuno, me acarició suavemente y salimos a la calle, caminando sin prisas, contemplando escaparates. Decidió arreglarse el pelo y fue a la peluquería, yo pensé en mi vanidad, que era ardid para mostrarme a sus amigas, pues parecía que todas lo eran, ya que hablaban y hablaban como si se conocieran de toda la vida, aunque a veces no se escucharan, con aquel aparato infernal que bufaba sobre sus cabezas, pero seguían hablando igual, y yo mucho me aburría. Y así me quedé dormido y luego creí soñar, con el tacto de sus dedos. Aquel sueño me inquietó, cuando abrí los ojos de nuevo, estábamos en la calle, la vi más guapa si cabe, radiante a la luz del sol, lo que me llenó de orgullo. Se acercó a la carretera, levantó la mano a un taxi, y cuando subimos en él, dijo al chofer: ¡A Gran Vía! Realizamos el trayecto, yo tranquilo en su regazo, ella mirando por la ventanilla, me irritaba sobremanera, que el conductor no le quitara ojo de encima, a través de aquel espejo, con aquella mirada aviesa y cargada de deseo, como el águila a su presa. Y no exagero, no, que fue tanta la obsesión, que casi se fue a estampar, en un cruce de caminos. El taxista aun sin razón, abroncó al otro conductor, cargando su discurso de insultos y vilipendios. Sofocada mi benefactora, se abochornó de tal modo, que quiso finiquitar tan desagradable viaje, y ya fuera por el enfado, o por las repentinas prisas, yo que nada había hecho, me ví otra vez olvidado, en el asiento de un taxi, que a la corta habría de ser, mi nuevo alberge y cobijo.
            Ahora temía la ira de aquel hombre, que no obstante, como suyo me tomó y entre los suyos me acogió. Empero, volvió a mirarme, más de cerca el muy astuto, me sobó y manoseó, cosa que me pareció, de muy mala educación, aún más cuando desdeñado, postergó mi menester, para alguna otra ocasión. Como esta no vino hogaño, pasé la noche en su casa, lo que tuve por fortuna, pues aunque me vi ignorado, no estaba desamparado, pero que podía hacer yo, si no esperar merced y gracia, que la encontré en la señora de aquella humilde morada, que tomándome a hurtadillas, creyó que a nadie dañaba, y así pudo haber sido, pero no, se equivocaba, pues su montaraz esposo, la acusó de aquella falta, para el fue una traición, para ella una artimaña. Mudó pronto de opinión, dejó presto los reproches y sagaz le concedió, la potestad de mi ser. Lo acogió ella con agrado, pero un tanto mosqueada, no le dio mas importancia y esperó con impaciencia, a que el marido se fuera, como hacía cada mañana, para así rumiar sus planes, sin que el se los estorbara. Entendió rápidamente concederme un ministerio, trivial, sin consistencia, y nos fuimos de paseo, hasta un quiosco de prensa, donde ojeó varias revistas, del corazón decía ella, no entendí bien la metáfora, buscando el órgano en sí, en cada una de sus páginas y seguí sin entenderlo, pues ninguna anatomía, ya fuera animal o humana, aparecía allí ilustrada, ya habría tiempo de saberlo, por más que a mi me pesara, pues me quede allí a vivir, entre papeles y chapas, noticias chismes juguetes, golosinas y tabaco y otras muchas tonterías, que me ahorro contarle a ustedes. El nuevo señor que tenía, tan preclaro se creía, que me ató con un puñado, que a mi mucho se parecían, pero erraba y no sabia, que aquello seria mi ruina y el final de mi agonía. Mas quiso la diosa Fortuna, echándole un guiño a caco, extenderme a mi la vida, cruzando en la del quiosquero, a un gañan de baja estofa, cargado de felonía, que con tretas y falacias y su mucha habilidad, aligero de peso a aquel hombre, tan lerdo y corto de vista, que confundió la bondad, con un saco de inmundicia.
            Y así era mi nuevo amo, pero que podía hacer yo, tan triste, tan resignado, tan lleno de desventura, sólo cabía esperar, ver cuanto duraría, en manos de aquel bellaco. Corriendo se me llevó, no tuvo prisa al mirarme y con cierta decepción, mas raudo quiso soltarme, y aunque no lo consiguiera, en unos cuantos lugares, sabía que si porfiaba, sería más pronto que tarde.
            Y así fue como pasé, por mil manos, por mil dueños, por mil tierras y dos mares, hasta que llegué a un pueblecito, del que no quiero acordarme. Allí terminé mis días, allí acabaron mis males, en poder de una ancianita, que muy bien quiso guardarme, que se fue a una ventanilla, de firmes y gruesos cristales, donde un señor se fingía, muy correcto, muy amable. Enseguida me tocó y al trasluz quiso mirarme, y de malva me alumbró, y miró a la viejecita, pero no pudo apiadarse, me arrojó en aquel cajón, donde va lo desechable. Allí encontré a mis hermanos, a mis hermanos de sangre, tan bonitos, azulitos, con aquel puentecito y mi mismo numerito. Pude ver a otros más grandes, y aunque sonriera al verlos, nadie allí pudo alegrarse, pues sabían, me dijeron, pronto seriamos fiambre. Y fue así fue me llevaron, a un lugar abominable, donde el fuego consumió lo que no debió iniciarse.                                 
                  


                                                                        Ramón Alcaraz                        
           

                                                                                                                Febrero de 2010                                                                             

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