JODER
Hace
tiempo ya que debía de haberme sacudido el polvo que cubría mi cuerpo por
completo. Pero ahora, adherido por defecto y durante años a esa dinámica
autodestructiva, me iba a costar deshacerme de los parásitos que me rondaban
sin descanso, para lograr apartar toda rémora que pudiera impedirme iniciar una
nueva vida. Cómo explicarle a la zorra enfermiza de Alicia que ya no deseaba
sus improvisadas felaciones en los lavabos de cualquier antro, cosa ésta que
antes me ponía cachondo de veras, pero de la que también estaba decidido a
prescindir. La última vez ni siquiera se me empinó el pijo por mucho que ella
se esforzara, tenía la cabeza hecha una madeja y mi apetito sexual había
desaparecido. Y cuando me insinuó que se lo haría allí mismo con otro hombre, a
sabiendas de que aquello me enervaba hasta el punto de cogerla por la fuerza y
violarla como a ella le gustaba, ni me digné a responderle, sólo la miré con
hastío y le indiqué con un movimiento de cabeza al tipo del rincón, uno que la
observaba como la rapaz a su presa y que advertí se relamía dispuesto a pescar
en aquel río, a todas luces revuelto. Ella entonces se dirigió hacia aquel
hombre tan resuelta como siempre, le susurró algo al oído y se lo llevó a los
aseos. Yo aproveché entonces su ausencia para marcharme de allí.
Cómo decirle al patán de Javier que no quiero
volver a verlo nunca más, que ya estaba harto de costearle sus muchos vicios y
que nada tenía que ver con el hecho de que se acostara con Alicia. Que conocía
sus escarceos desde siempre porque ella me los contaba, en principio para
torturarme, luego para desahogarse. Nunca supo mantener la boca cerrada, en
ningún sentido. Y aunque no podría jamás tener la certeza de que me contaba la
verdad, estaba en cierto modo seguro de que lo hacía. Aunque solo fuera por los
detalles imposibles de inventar, que añadía siempre a sus relatos y hazañas en
alcobas desconocidas, o en los lavabos de una discoteca, o en el asiento de
cualquier coche, o en el recoveco de algún oscuro callejón, que Alicia se daba
a gozar poniendo a los hombres en un brete, y como ninguno se resistía... El
iluso de Javier todavía cree después de tres años que soy un cornudo ignorante,
y que algún día, por la amistad que él cree nos une y por el dinero que me
debe, se verá muy a su pesar en la obligación de contármelo todo. Le escribiré
una carta de despedida y le ahorraré ese disgusto, de todas formas nunca iba a
encontrar el valor necesario para consumar esa sinceridad de la que tanto
alardea y por lo que todo el mundo deduce que en realidad es un mentiroso
incorregible. La misma carta le pienso enviar a Gerardo, que también se mete en
la cama con Alicia cuando a ella le viene en gana, y que son muchas veces, pero
bastantes menos de lo que a él le gustaría. Sé que se va a sorprender cuando la
lea, pero pensar que ahora tendrá vía libre para llevar a cabo sus pretensiones
de tener a Alicia para él solo, cosa del todo incierta, lo va a alegrar, lo sé.
Luego que se lleve el chasco, cuando le proponga una relación más formal. Una
que implique el irse a vivir juntos y la fidelidad y todo eso. Ella lo
rechazará no falta de sorna, con un desprecio que lo hundirá en la mierda. Así
es Alicia, tan imprevisible para todos, como predecible para mí. Tan caliente
en ocasiones, como frígida cuando se lo propone.
Ya no tendré que
soportar más a Victoria, siempre alertándome cuando se emborracha, de que su
amiga del alma, la guapísima Alicia, se acuesta con todo el mundo y me engaña
con el primero que pilla. Siempre anteponiendo que es su amiga de toda la vida,
pero que yo no merezco lo que me hace, porque soy un tío estupendo y además
rico, y podía tener a la tía que quisiera comiendo de mi mano, por no decir
otra cosa. Pero por muy deslenguada que se pone cuando bebe, nunca me ha dicho
que también se lo hace con ella cuando les viene a ambas la nostalgia de su
juventud, de aquellas noches de estudio en las que experimentaban el sexo
lésbico entre lección y lección. A victoria le escribiré diciendo que también
lo sabía, desde el primer momento, pero que no sufra ni se sienta en deuda
conmigo, que esa noche de lujuria y placer que por respeto a Alicia siempre
dejamos para otra ocasión, seguirá pendiente, eternamente pendiente.
¿Pero
y Armando, qué le digo a Armando? Él es el único hombre honesto que conozco, la
única persona cabal, un ingenuo que vive enamorado de Alicia y que tuvo además
los santos cojones de venir a contarme que se había acostado con ella. La
tercera vez, claro, que las dos anteriores y todas las que vinieron después se
las calló. Por no herirme, supongo. Pero se le notaba tanto cada vez que lo
hacía… Y no porque yo lo supiera, pues Alicia me daba cumplida cuenta un rato
después, sino porque tardaba unos cinco o seis días en retomar la confianza
conmigo, y me hablaba como a un desconocido al que no deseas molestar por nada
del mundo. Hasta llegar a adularme incluso.
¿Y
a Manuela qué le digo? La verdad es que no sé porque tendría que decirle nada.
Ni a ella ni a nadie. ¡Qué cojones! No tengo por qué dar cuentas y aquí estoy:
sentado en un taxi camino del aeropuerto y dándole vueltas a estas meditadas
justificaciones. Qué se joda Manuela, qué se joda Alicia y qué se joda todo el
mundo. De todas formas, tiene hasta gracia, van a seguir jodiéndose todos unos
a otros cuando yo no esté. No, mejor aún, van a joder a sus anchas. La única
que va a sufrir mi ausencia será Alicia, que ya no podrá contar a su pareja la
retahíla inacabable de infidelidades. Bueno, la verdad es que cuando sepan
mañana que además de irme he vendido la empresa y que van a ir todos a la puta
calle… Me van a maldecir durante meses. Qué se jodan, qué se jodan todos. Y si
no que intenten comprar la voluntad del nuevo propietario, quién sabe, a lo
mejor a don Camilo, a sus setenta y pico años no le viene mal un poco de
agitación y se deja persuadir por Alicia. Desde luego, nadie como ella para despertar
el morbo, el deseo y la lascivia. Conoce a un hombre con sólo mirarlo unos
segundos, o tal vez tiene razón cuando dice que somos todos iguales, que
pensamos más con la cabeza de abajo, la cual alberga, según ella, una única
neurona, programada para un solo trabajo. No, no es por eso, de sobra sabía
ella que no bastaría con abrirse de piernas para conquistarse al jefe, o sea
yo. No, eso le habría valido nada más que la primera vez. Y con menos hubiera
tenido, con una simple insinuación, porque Alicia no sólo es guapa a rabiar,
además tiene un cuerpazo que sabe contonear con un garbo tan natural que parece
estudiado. Unos pechos exuberantes que me obligaron a tragar saliva la primera
vez que me los ofreció. Sus piernas son increíbles, no duda en cruzarlas cada
vez que observa a un hombre mirárselas, normalmente el tipo eleva la vista y se
encuentra con esa mirada sensual que te invita y te reta. Pero su risa… Cuando
ríe a carcajadas por un chiste obsceno o un comentario picante, Armando se
corre de gusto. Debo reconocer que no hay cosa que me excite más que verla
reír, todo se le puede perdonar, solo me invade un deseo irrefrenable de
hacerle el amor, no puedo evitarlo, mucho más cuando tengo plena seguridad de
que en ese preciso instante, todos los hombres que puedan hallarse a su
alrededor están rabiosos por llevarse a la cama a la ardiente y siempre
dispuesta Alicia. Y por eso, por darme una satisfacción y henchirme de
soberbia, suelo agarrarla por la cintura cuando ella se desternilla de risa,
para que todos me envidien. Y es que la envidia ajena cuando tengo a Alicia
entre mis brazos me proporciona una sensación impagable, lo confieso. Y unas
erecciones que no tienen nombre. Y cuando delante de todo el mundo le propongo
un polvo fugaz, y ella en vez de poner reparos se deja llevar otorgándome una
sutilidad que no tengo, conteniendo la respiración y mordiéndose un labio, para
a continuación exhibir sin pudor el deseo de ser poseída. Me da la impresión,
se excusara a veces con todos los presentes, comunicando sin palabras algo así
como: me lo haría con cualquiera de vosotros, sabéis que no sé decir que no,
pero “él” siempre será el primero. Entonces es cuando la penetro brutalmente y
en segundos ambos alcanzamos el clímax, el éxtasis puro. Sólo yo por mi forma
de tratarla, de dominarla, consigo satisfacerla, o cuando menos le procuro unos
buenos orgasmos la mayoría de las veces, porque satisfecha, lo que se puede
llamar verdaderamente satisfecha, no lo está nunca. Es insaciable, una ninfa
traviesa a la que todos desean y codician. Y yo, que puedo yacer con ella
siempre que me apetece ¿voy a renunciar a ello dejándola perder, como el que se
deshace de un coche viejo? Eso añadido a que no he tenido ni tendré una
secretaria más eficiente, ni más complaciente.
En los años que llevo con ella no he oído la palabra no en boca de un
cliente. Y si alguno vacila lo más mínimo a la hora de llegar a un acuerdo, ya
está ella presta a disipar esas dudas y en unos minutos se lo lleva al huerto.
¡Dios, cómo me pone esa manera suya de serme infiel! Descarada al principio,
luego viene a implorar mi innecesario perdón con sus falsos pucheros de niña
mala, jugamos a reconciliarnos fornicando como descosidos y aquí no ha pasado
nada. ¡Dios, cómo me pone esa mujer! Ya la estoy echando de menos y hace nada
más que un rato la dejé dormidita en su cama. En “su” cama… Cómo me pone esa
mujer, cómo me pongo de cachondo con tan sólo pensar en ella.
Creo que el taxista
se ha dado cuenta de algo, porque desde hace un rato no para de lanzarme
miradas furtivas a través del espejo retrovisor. Soy, y siempre he sido una
persona muy expresiva, lo sé, me lo han dicho muchas veces, es algo innegable.
Se me da muy mal mentir y peor disimular, soy incapaz de velar una
contrariedad, de ocultar un pequeño disgusto, menos aún de contenerme expresar lo que
verdaderamente siento, lo que de verdad anhelo y deseo. Seguro que llevo un
rato resoplando y suspirando sin querer, por eso el conductor ha advertido este
estado de ansiedad. De pronto tengo que aceptar lo mucho que me atormenta. Ya
sé lo que haré: vuelvo, entro con sigilo en su cuarto, me la follo por última
vez y me voy. Solo una vez más, el último polvo. O mejor: paso el día entero
con ella sin salir de la cama y luego me voy. Cuando ya no pueda más de verdad,
cuando quede exhausto de tanto tirármela, tanto como para aborrecerla de
verdad. Entonces me iré para siempre. Aunque estoy pensando en pasar después
por casa de Victoria para que saldemos la deuda que tenemos pendiente, eso
contando con que me queden fuerzas y ganas todavía, que no sé, después de una
sesión loca con Alicia… ¡Dios! La imagino despegando los párpados con
dificultad por el sueño, gimiendo desconcertada mientras yo busco su sexo,
desesperado por hacerle el amor una vez más, una más, la última. Joder, cómo me
mira ahora el taxista. Joder. Cómo se me deben notar las ganas que tengo de…
¡Joder! Eso, de joder, de joder…
¡Chófer, dé media
vuelta, de media vuelta ahora mismo!
Yo me doy media
vuelta ahora mismo, Paco, pero para seguir durmiendo. Son las tres de la mañana
y te toca darle el biberón a tu hija. Yo también tengo que madrugar.
Joder.
Y
el joder ya ves lo que trae.
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