DEMASIADA
COMUNICACIÓN
Todo acabó cuando él depositó su
teléfono móvil con tan enervante pulcritud sobre la mesa del restaurante. Lo
colocó junto a la servilleta, en perfecta simetría. No dejó de manosearlo hasta
que consideró, tras varias caricias y toquecitos de sus dedos, que ya estaba al
fin en la forma adecuada. Hasta entonces, yo había permanecido callada, oyendo
su estúpida conversación y alternado miradas furtivas hacia él, con las que
enviaba a camareros y clientes, a la decoración, a mi plato vacío…
Ya antes me había dedicado una
sonrisa como excusa, cuando aquella musiquilla anunció que tenía una llamada,
la cuarta en menos de veinte minutos, la sexta contando las dos que él mismo
efectuó como ineludibles, dijo. Aún antes de eso, me fijé como se palpaba el
pecho para asegurarse una vez más que el dichoso aparatito seguía en el bolsillo
interior de su americana. Aún antes, observé cómo su mano permanecía en
perpetuo contacto con el teléfono mientras confirmaba la reserva con el maître,
y sólo la bajó para tomarme del codo cuando el otro, profesional y educado,
asintió sonriente para pedirnos que lo acompañáramos al comedor. Pero es que
antes de entrar, ya había venido apretando los labios y paseando su dedo índice
una y otra vez por la pantalla táctil del móvil, gesticulando para sí, elevando
las cejas con cierto estupor o frunciendo el ceño contrariado. Ya antes había
pedido al taxista que apagara su emisora y bajara el volumen de la radio, cosa
que me fastidió enormemente, pues sonaba en ese momento una de mis canciones
favoritas. Aún antes de eso, había parado el taxi alzando la misma mano en la
que portaba el teléfono, la misma mano con la que abrió la puerta, con dos
dedos, para que no se le cayera, la misma mano con la que me invitó a entrar al
coche, la misma mano con la que indicó al chofer la dirección, como si eso
fuera necesario. Pero es que aún antes de eso lo encontré esperándome en el
portal, el hombro apoyado en el quicio y mirándome con ojos vacuos en tanto
escuchaba lo que alguien le decía al otro lado de la línea. Ya antes acerté al
sospechar que se hallaba en plena conversación, pues cuando atendí al
telefonillo sólo supo decirme con palabras inconexas que me esperaba abajo,
después de un: No, no es contigo. Ya hube de apagar con anterioridad el móvil,
me había llamado cinco veces a lo largo de la mañana para confirmar nuestra cita
y pensé que si hubiese una sexta sería para dejarlo tirado, por pesado e
inseguro. Y es que cuando encendí mi teléfono al levantarme conté siete
llamadas perdidas de él. Y si lo apagué antes de acostarme, cosa de la que no
suelo hacer, fue por la temperatura que alcanzó mi oreja después de estar oyéndolo
enaltecer de manera insistente la magnífica cobertura telefónica de la que
gozaba aquel lugar, aparte de la exquisita merluza que servían en el
restaurante elegido para la cita.
Pero no, no llegué a probar la
merluza, porque cuando el camarero apareció al fin con la comanda, me levanté
de la mesa hastiada de su telefonito y de su repulsiva dependencia hacia el
detestable chisme. Lo miré entonces desde arriba y pude ver como él me devolvía
la mirada extrañado, interrogante. Robé sin pensarlo el cucharón a una sopera
que pasaba por mi lado y lo usé como martillo para golpear la pantalla de aquel
maldito y odioso teléfono móvil. Quedó boquiabierto, contemplando incrédulo su iPhone
de última generación destrozado, el cristal como una tela de araña. Los
camareros estáticos, sobrecogidos, pero intentando parecer inexpresivos. Un
cliente ocultó una sonrisilla maliciosa con la mano y le ofrecí a cambio una
mueca de repugnancia, aseguré el bolso bajo mi brazo y me marché.
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