jueves, 22 de diciembre de 2016

DEMASIADA COMUNICACIÓN

DEMASIADA COMUNICACIÓN

            Todo acabó cuando él depositó su teléfono móvil con tan enervante pulcritud sobre la mesa del restaurante. Lo colocó junto a la servilleta, en perfecta simetría. No dejó de manosearlo hasta que consideró, tras varias caricias y toquecitos de sus dedos, que ya estaba al fin en la forma adecuada. Hasta entonces, yo había permanecido callada, oyendo su estúpida conversación y alternado miradas furtivas hacia él, con las que enviaba a camareros y clientes, a la decoración, a mi plato vacío…
            Ya antes me había dedicado una sonrisa como excusa, cuando aquella musiquilla anunció que tenía una llamada, la cuarta en menos de veinte minutos, la sexta contando las dos que él mismo efectuó como ineludibles, dijo. Aún antes de eso, me fijé como se palpaba el pecho para asegurarse una vez más que el dichoso aparatito seguía en el bolsillo interior de su americana. Aún antes, observé cómo su mano permanecía en perpetuo contacto con el teléfono mientras confirmaba la reserva con el maître, y sólo la bajó para tomarme del codo cuando el otro, profesional y educado, asintió sonriente para pedirnos que lo acompañáramos al comedor. Pero es que antes de entrar, ya había venido apretando los labios y paseando su dedo índice una y otra vez por la pantalla táctil del móvil, gesticulando para sí, elevando las cejas con cierto estupor o frunciendo el ceño contrariado. Ya antes había pedido al taxista que apagara su emisora y bajara el volumen de la radio, cosa que me fastidió enormemente, pues sonaba en ese momento una de mis canciones favoritas. Aún antes de eso, había parado el taxi alzando la misma mano en la que portaba el teléfono, la misma mano con la que abrió la puerta, con dos dedos, para que no se le cayera, la misma mano con la que me invitó a entrar al coche, la misma mano con la que indicó al chofer la dirección, como si eso fuera necesario. Pero es que aún antes de eso lo encontré esperándome en el portal, el hombro apoyado en el quicio y mirándome con ojos vacuos en tanto escuchaba lo que alguien le decía al otro lado de la línea. Ya antes acerté al sospechar que se hallaba en plena conversación, pues cuando atendí al telefonillo sólo supo decirme con palabras inconexas que me esperaba abajo, después de un: No, no es contigo. Ya hube de apagar con anterioridad el móvil, me había llamado cinco veces a lo largo de la mañana para confirmar nuestra cita y pensé que si hubiese una sexta sería para dejarlo tirado, por pesado e inseguro. Y es que cuando encendí mi teléfono al levantarme conté siete llamadas perdidas de él. Y si lo apagué antes de acostarme, cosa de la que no suelo hacer, fue por la temperatura que alcanzó mi oreja después de estar oyéndolo enaltecer de manera insistente la magnífica cobertura telefónica de la que gozaba aquel lugar, aparte de la exquisita merluza que servían en el restaurante elegido para la cita.
            Pero no, no llegué a probar la merluza, porque cuando el camarero apareció al fin con la comanda, me levanté de la mesa hastiada de su telefonito y de su repulsiva dependencia hacia el detestable chisme. Lo miré entonces desde arriba y pude ver como él me devolvía la mirada extrañado, interrogante. Robé sin pensarlo el cucharón a una sopera que pasaba por mi lado y lo usé como martillo para golpear la pantalla de aquel maldito y odioso teléfono móvil. Quedó boquiabierto, contemplando incrédulo su iPhone de última generación destrozado, el cristal como una tela de araña. Los camareros estáticos, sobrecogidos, pero intentando parecer inexpresivos. Un cliente ocultó una sonrisilla maliciosa con la mano y le ofrecí a cambio una mueca de repugnancia, aseguré el bolso bajo mi brazo y me marché.            
                                                                                             






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