DEMASIADOS NIÑOS EN UN FUNERAL
Demasiados
niños en un funeral. Aparte de casi toda la clase, nosotros cuatro, los de
siempre, mis amigos y yo. Ojos llorosos, cabizbajos, culpables… Sólo me atrevía
a lanzar alguna mirada furtiva para buscar entre la gente a Fernández, sin
conseguirlo, claro.
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Dos
días antes nos estuvo acechando, esperó hasta que volvimos de nuestra escapada
diaria, que hicimos como siempre, por nuestro agujero secreto. Tras la apretadísima
hilera de cipreses: la acequia, nadie se interesaba por aquél lugar, tras la
acequia, la broza y un poco más allá, la alambrada. En ella había una rotura
que nos permitía salir y entrar del patio del colegio cuando queríamos, a
hurtadillas, claro, o eso creíamos.
–El sábado iré con vosotros o se lo
cuento a don Ricardo–. Nos sorprendió a los cuatro, Benítez casi cae al agua
del susto.
Nos
quedamos mirándolo suspendidos, esa amenaza era su saludo, no sabía hablar de
otro modo que no fuera imponiendo sus normas, intentando dominar y ser dueño de
la situación, era detestable, despreciaba a todo el mundo, por eso no tenía
amigos, excepto Galdón, el timorato Pepito Galdón.
–¡¿Y a ti quién te ha dicho que vamos a ir el
sábado?! – Contestó Castellón.
Envalentonado
con las palabras de mi amigo, añadí desafiante: –Si quieres venir tendrá que ser
mañana viernes, durante el recreo–.
Todos
me miraron con la boca abierta.
–¡Pues
vendrá también el Galdón! -Impuso antes de salir corriendo.
La
sirena anunció el final del recreo sacándonos de la conmoción, nos lanzamos a
la carrera tras él, pero cuando llegamos a clase ya estaba sentado en su
pupitre, disimulando, junto al Galdón, que aún no podía saber nada de lo
ocurrido. El otro me miraba serio, contrariado con la resolución, ir en sábado
hubiera sido sencillo, no había clase, pero en viernes la cosa cobraba emoción,
era un reto y pensé que lo rehusaría. No lo hizo, tal vez estuviera
arrepentido, desde luego yo lo estaba. Pero ya no habría marcha atrás, iríamos.
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Seguía con la cabeza agachada, incapaz
de mover un solo músculo, como el reo que sabiéndose culpable espera inane la
clemencia del Juez. El murmullo del entierro me tenía paralizado, los lamentos
de la madre se clavaban en mi pecho como agujas candentes, me costaba respirar.
Mi cuerpo entero sudaba, no dejaba de observarme las manos para pasar a las de
mi madre, que sentada a mi lado, posaba como una esfinge. Sólo levanté una vez más
la vista para buscar de nuevo a Fernández: ni rastro. Cerré los ojos y una lágrima
resbaló por mi mejilla.
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Al escuchar la sirena volví la cara mecánicamente
hacia Galdón, un escalofrío recorrió mi espalda, tal vez fue un presentimiento,
pero entonces no lo supe. Estaba cargado de rabia por tener que compartir con
aquellos dos nuestro secreto, porque era nuestro y sólo nuestro, un mundo
mágico que dos extraños iban a destrozar en un instante. Tras los cipreses
dejaría de estar para siempre la puerta de los sueños. El camino entre los
huertos, el río, el puente, y junto al pretil, el viejo molino, nuestra
guarida, donde vivimos momentos irrepetibles. Cómo olvidar el día que cogimos
tabaco del secadero para fumarlo en nuestras recién fabricadas pipas de caña, tras
el sahumerio quedamos lívidos, sin habla, estuvimos vomitando hasta que
nuestros estómagos quedaron como odres secos. O las veces que nos masturbamos
en corro entre interminables carcajadas…
–¡Tú siempre el último! Recriminó
Fernández a Galdón–.
Acabábamos de cruzar la valla, ellos
dos por primera vez, y por última.
Me volví para ver a Galdón, larguirucho
y flaco, siempre retraído, incapaz de sostener la mirada a nadie, la sombra del
otro, su escudero fiel a pesar de las humillaciones. No sé cómo podía
aguantarlo, era insufrible, pero allí estaba.
–Aquí es– dijo Guti.
–¿Y tanto para esto?
Ahora verás, estúpido, pensé mientras
el primero de mis amigos comenzaba a subir. Para entrar al molino había que
caminar de lado por un saledizo, despacio, con la espalda pegada a la pared, a
unos cinco metros de altura y con el río a nuestros pies, hasta alcanzar la
ventana que se hallaba al otro extremo, era bastante arriesgado. Yo subía en
quinto lugar.
–Os espero aquí–dijo Galdón.
No contesté, continué muy despacio, entonces
escuché decir desde dentro:
–¡No tienes huevos, maricón!
Y ya todo ocurrió en un instante. No podía
verlo porque estaba a lo mío, pero lo escuchaba, lo intuía. Primero un pie,
luego el otro y ¡zas! resbalón. Fue un ruido sordo y seco, no se quejó, ni un
grito, nada de nada. Se había desnucado al caer con el saliente de la pared.
Volví sobre mis pasos y los demás me imitaron en silencio. Ya en el puente lo
observamos estupefactos, había caído sobre las zarzas y éstas lo sostenían en
pié con los brazos extendidos y la cabeza colgando hacía adelante, era la
imagen de un crucificado.
–Voy a buscar ayuda– dijo Fernández y
salió corriendo.
Pero no volvía. Pasaron unos minutos y
decidimos hacerlo uno de nosotros.
Cobarde,
era tu amigo… Juré en vano mil veces que lo mataría cuando lo tuviera delante.
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Los gritos desesperados de la madre me
devolvieron a la realidad: se llevaban el ataúd. Por fin levanté la cabeza y
miré a todos lados, infructuosamente, no había rastro de Fernández. El lunes te
cogeré, hijo de puta...
Pero el lunes llegó y él no aparecía. Se
respiraba un ambiente extraño en el colegio, aunque no intuí nada, pensé que quizá
fuera por la muerte de Galdón. Pero de repente, en vez de la esperada sirena, se
escuchó la familiar voz de la secretaria por megafonía, sonó como si llamaran al
propietario de un vehículo mal aparcado. Matías Fernández Fernández había
fallecido, el sepelio tendría lugar a las diez en… Sería tan sólo una hora más tarde,
se suspendían las clases rogando la asistencia de amigos y compañeros al
entierro. Sus amigos… Qué ironía.
El rumor se extendió rápidamente.
–Dicen que se ha caído por el balcón.
–No se ha caído, se ha tirado.
–¿Y tú que sabes?
Mis pies quedaron como plomo sobre la
tierra, por unos segundos fui una piedra sin alma. Nos mirábamos atónitos, sin
saber qué hacer. Pero un poco más tarde allí estábamos, los cuatro y algunos
más, unos cuantos chiquillos, aun así, demasiados niños en un funeral.
Noviembre
2009.
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