jueves, 22 de diciembre de 2016

DEMASIADOS NIÑOS EN UN FUNERAL

DEMASIADOS NIÑOS EN UN FUNERAL

            Demasiados niños en un funeral. Aparte de casi toda la clase, nosotros cuatro, los de siempre, mis amigos y yo. Ojos llorosos, cabizbajos, culpables… Sólo me atrevía a lanzar alguna mirada furtiva para buscar entre la gente a Fernández, sin conseguirlo, claro.

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            Dos días antes nos estuvo acechando, esperó hasta que volvimos de nuestra escapada diaria, que hicimos como siempre, por nuestro agujero secreto. Tras la apretadísima hilera de cipreses: la acequia, nadie se interesaba por aquél lugar, tras la acequia, la broza y un poco más allá, la alambrada. En ella había una rotura que nos permitía salir y entrar del patio del colegio cuando queríamos, a hurtadillas, claro, o eso creíamos.
            –El sábado iré con vosotros o se lo cuento a don Ricardo–. Nos sorprendió a los cuatro, Benítez casi cae al agua del susto.
            Nos quedamos mirándolo suspendidos, esa amenaza era su saludo, no sabía hablar de otro modo que no fuera imponiendo sus normas, intentando dominar y ser dueño de la situación, era detestable, despreciaba a todo el mundo, por eso no tenía amigos, excepto Galdón, el timorato Pepito Galdón.
             –¡¿Y a ti quién te ha dicho que vamos a ir el sábado?! – Contestó Castellón.
            Envalentonado con las palabras de mi amigo, añadí desafiante: –Si quieres venir tendrá que ser mañana viernes, durante el recreo–.
            Todos me miraron con la boca abierta.
            –¡Pues vendrá también el Galdón! -Impuso antes de salir corriendo.
            La sirena anunció el final del recreo sacándonos de la conmoción, nos lanzamos a la carrera tras él, pero cuando llegamos a clase ya estaba sentado en su pupitre, disimulando, junto al Galdón, que aún no podía saber nada de lo ocurrido. El otro me miraba serio, contrariado con la resolución, ir en sábado hubiera sido sencillo, no había clase, pero en viernes la cosa cobraba emoción, era un reto y pensé que lo rehusaría. No lo hizo, tal vez estuviera arrepentido, desde luego yo lo estaba. Pero ya no habría marcha atrás, iríamos.

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Seguía con la cabeza agachada, incapaz de mover un solo músculo, como el reo que sabiéndose culpable espera inane la clemencia del Juez. El murmullo del entierro me tenía paralizado, los lamentos de la madre se clavaban en mi pecho como agujas candentes, me costaba respirar. Mi cuerpo entero sudaba, no dejaba de observarme las manos para pasar a las de mi madre, que sentada a mi lado, posaba como una esfinge. Sólo levanté una vez más la vista para buscar de nuevo a Fernández: ni rastro. Cerré los ojos y una lágrima resbaló por mi mejilla.

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Al escuchar la sirena volví la cara mecánicamente hacia Galdón, un escalofrío recorrió mi espalda, tal vez fue un presentimiento, pero entonces no lo supe. Estaba cargado de rabia por tener que compartir con aquellos dos nuestro secreto, porque era nuestro y sólo nuestro, un mundo mágico que dos extraños iban a destrozar en un instante. Tras los cipreses dejaría de estar para siempre la puerta de los sueños. El camino entre los huertos, el río, el puente, y junto al pretil, el viejo molino, nuestra guarida, donde vivimos momentos irrepetibles. Cómo olvidar el día que cogimos tabaco del secadero para fumarlo en nuestras recién fabricadas pipas de caña, tras el sahumerio quedamos lívidos, sin habla, estuvimos vomitando hasta que nuestros estómagos quedaron como odres secos. O las veces que nos masturbamos en corro entre interminables carcajadas…
–¡Tú siempre el último! Recriminó Fernández a Galdón–.
Acabábamos de cruzar la valla, ellos dos por primera vez, y por última.
Me volví para ver a Galdón, larguirucho y flaco, siempre retraído, incapaz de sostener la mirada a nadie, la sombra del otro, su escudero fiel a pesar de las humillaciones. No sé cómo podía aguantarlo, era insufrible, pero allí estaba.
–Aquí es– dijo Guti.
–¿Y tanto para esto?  
Ahora verás, estúpido, pensé mientras el primero de mis amigos comenzaba a subir. Para entrar al molino había que caminar de lado por un saledizo, despacio, con la espalda pegada a la pared, a unos cinco metros de altura y con el río a nuestros pies, hasta alcanzar la ventana que se hallaba al otro extremo, era bastante arriesgado. Yo subía en quinto lugar.
–Os espero aquí–dijo Galdón.
No contesté, continué muy despacio, entonces escuché decir desde dentro:
–¡No tienes huevos, maricón!
 Y ya todo ocurrió en un instante. No podía verlo porque estaba a lo mío, pero lo escuchaba, lo intuía. Primero un pie, luego el otro y ¡zas! resbalón. Fue un ruido sordo y seco, no se quejó, ni un grito, nada de nada. Se había desnucado al caer con el saliente de la pared. Volví sobre mis pasos y los demás me imitaron en silencio. Ya en el puente lo observamos estupefactos, había caído sobre las zarzas y éstas lo sostenían en pié con los brazos extendidos y la cabeza colgando hacía adelante, era la imagen de un crucificado.
–Voy a buscar ayuda– dijo Fernández y salió corriendo.
Pero no volvía. Pasaron unos minutos y decidimos hacerlo uno de nosotros.
 Cobarde, era tu amigo… Juré en vano mil veces que lo mataría cuando lo tuviera delante.

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Los gritos desesperados de la madre me devolvieron a la realidad: se llevaban el ataúd. Por fin levanté la cabeza y miré a todos lados, infructuosamente, no había rastro de Fernández. El lunes te cogeré, hijo de puta...
Pero el lunes llegó y él no aparecía. Se respiraba un ambiente extraño en el colegio, aunque no intuí nada, pensé que quizá fuera por la muerte de Galdón. Pero de repente, en vez de la esperada sirena, se escuchó la familiar voz de la secretaria  por megafonía, sonó como si llamaran al propietario de un vehículo mal aparcado. Matías Fernández Fernández había fallecido, el sepelio tendría lugar a las diez en… Sería tan sólo una hora más tarde, se suspendían las clases rogando la asistencia de amigos y compañeros al entierro. Sus amigos… Qué ironía.
El rumor se extendió rápidamente.
–Dicen que se ha caído por el balcón.
–No se ha caído, se ha tirado.
–¿Y tú que sabes?
Mis pies quedaron como plomo sobre la tierra, por unos segundos fui una piedra sin alma. Nos mirábamos atónitos, sin saber qué hacer. Pero un poco más tarde allí estábamos, los cuatro y algunos más, unos cuantos chiquillos, aun así, demasiados niños en un  funeral.
                                                                                 
Noviembre 2009.
   


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