jueves, 22 de diciembre de 2016

FLACO

                                                                  FLACO

            Para Quinto Pomponio Flaco, ciudadano romano de la orden ecuestre, aquella era una mañana como otra cualquiera. Ignorante del radical cambio que experimentaría su vida unas horas después, se levantó tarde, como de costumbre, realizó sus abluciones y desayunó con el apetito que generalmente le provocaba la gran ingesta de vino de la noche pasada. Acto seguido, se irguió de su silla con un sonoro pedo, dando dos palmadas al aire para que el buen Mamerto apareciera al instante con un par de sandalias en una mano y la toga de ordinario en la otra, pues como cada día, ayudaba a su amo a doblar cuidadosamente los pliegues de la misma.
            -Ni que estuvieras detrás de la puerta-, le reprochó un suspicaz Flaco.
            -Estaba detrás de la puerta, amo Pomponio- reconoció avergonzado.
            -Mmmmm- lo disculpó y quedó mirándolo con los ojos entrecerrados, como si no lo conociera. Pero si lo conocía, ambos se conocían, no en vano, su padre lo compró pensando en su educación cuando su madre aún estaba encinta de él, y aún estuvo del niño más cerca de lo esperado desde el primer día de vida, ya que la desdichada murió en el parto. Cuando años después faltó también el padre, lo heredó junto con el resto de los bienes y pasó a convertirse así en padre, madre, educador y preceptor.
            Era el viejo Mamerto el colmo de la virtud, a veces hasta exasperarlo, todo lo que se desea y nunca se espera de un esclavo. De origen griego, tenía conocimientos de Física y Astronomía, Cálculo, dominaba la Retórica igualmente en griego o en latín, pero entre éstas y otras muchas cualidades, tenía también la de ser el mejor cocinero de Roma. Esto último, jamás pasaba inadvertido para algunos de los invitados a las cenas que de tarde en tarde organizaba para agasajar a algún cliente o amigo. Fueron muchas las ocasiones en las que lo tentaron a desprenderse de él, ofreciéndole a cambio autenticas fortunas, y otras tantas las que hubo de rechazar sin pensarlo siquiera. Lo quería demasiado, lo quería y además lo necesitaba. Fue a consecuencia de estas ofertas cuando imaginó por primera vez una vida sin él, desechándola al instante por la tristeza que le causaba. Fue también ahí, cuando quiso observar la vida desde el prisma del esclavo e intentó meterse en su piel, sin conseguirlo. Pero la diosa Fortuna, que en su rodar aleatorio fuerza el destino caprichosamente aun sin desearlo, le sonreiría de un modo extraño precisamente la noche anterior.
            -Amo Pomponio, yo…
            -Lo sé, lo sé, Mamerto-, interrumpió Flaco, –me consta que escuchaste al detalle todo lo que se habló anoche durante el trascurso de la cena.
            Su amigo Poncio Craso había llegado en litera, se bajó de la misma con la dificultad acostumbrada, a pesar de que sus esclavos se esforzaban denodadamente en ayudarlo a conseguir la verticalidad. Logrado el objetivo y tras las pertinentes salutaciones, pasaron al atrio de la casa, donde un gran banquete les esperaba. Una vez servido el vino, el anfitrión ordenó a la servidumbre se retirara a las cocinas, donde ofrecerían un refrigerio a los esclavos de su huésped, obteniendo de paso la intimidad que la ocasión requería.
-Tengo que contarte algo-, comenzó la conversación Craso.
            Había llegado a sus oídos que el mismísimo Petronio, el mayor adulador de la corte, el favorito del César, conocedor de las dotes culinarias de Mamerto, vendría decidido a comprarlo al precio que fuera para regalarlo a Nerón. Mientras nuestros dos amigos conversaban, en otro lugar de la casa, la servidumbre bromeaba acerca del enorme peso que debían transportar cada vez que el amo Craso necesitaba trasladarse, a excepción del viejo Mamerto, que como buen mayordomo solía estar en todas partes.
            -He decidido manumitirlo-, anunció Flaco.
            Había tenido noticia del rumor y aquello no hizo sino acelerar un proceso que llevaba tiempo rumiando.
            -Mañana tengo cita con un magistrado, él aún no lo sabe, pero en unas horas será un hombre libre, nadie podrá comprarlo ya. Nunca.
            Brindaron por el futuro liberto y tras vaciar las copas de un trago, lo vieron entrar aun sin ser llamado para escanciarles el vino con una delatora sonrisa en la cara. Lo observaron en silencio y esperaron a estar a solas de nuevo para seguir disfrutando del ágape en la más absoluta confidencialidad.
            -¿Te has fijado en mi nuevo esclavo?- Comentó Craso bajando el tono de voz.
            -Supongo que te refieres al enorme nubio que te acompaña-, contestó Flaco reprobador, conocía perfectamente las inclinaciones sexuales de su amigo. Y aunque él gozara en ocasiones de la compañía de algún efebo, ni compartía ni entendía, como buen romano, el placer de ser el sujeto pasivo en una relación homosexual, así que escuchó con infinita paciencia cómo Craso le pormenorizaba acerca del imponente poderío físico del nubio, y se entusiasmaba hablando del tamaño y vigor de su miembro viril.
            -¡Basta, basta!- Alzó los brazos Flaco visiblemente irritado.
            Craso carraspeó a modo de disculpa e inmediatamente orientó la conversación a temas más triviales.
            -Me encanta venir a comer a tu casa, Flaco.
            -A mí también me encanta que vengas, pero un día de estos vas a reventar.
            -Puede ser-, farfulló Craso rebañando el contenido de un plato.
            La noche se fue diluyendo junto con la comida y el vino, y decidieron poner fin a la reunión. Flaco salió al pórtico para contemplar como los cuatro esclavos se afanaban en la tarea de instalar a su amo en la litera. El espectáculo lo dejó mudo. Estático y con las cejas enarcadas, sólo pudo levantar un poco la mano para decirle adiós.
            -No insistas Mamerto, no daré marcha atrás. Además, aún soy tu amo ¿no? Pues ponte tu mejor túnica y acompáñame al Foro.
            El pobre Mamerto, que no había pegado ojo en toda la noche, excitado con los acontecimientos que habían de venir, se abrazó a su amo agradecido y temeroso, pues aunque la única obsesión de cualquier cautivo no es otra que la libertad, él no dejaba de pensar en las posibles represalias, no de Petronio, el arbitro de la elegancia, como alguno lo había llamado, sino en las del César. Si un individuo como Nerón, capaz de ordenar la muerte de su propia madre, llegaba a interpretar aquello como lo que era: un ardid para eludir a su augusta persona, las consecuencias podían ser imprevisibles. Como así lo fueron, pero no adelantemos acontecimientos.
            Ya tenemos a amo y esclavo camino del tribunal, sorteando a los numerosos viandantes que a esa hora de la mañana poblaban las bulliciosas calles de Roma. El primero delante, haciendo honor a su cognomen, pues ni la bien plisada toga conseguía disimular su extrema delgadez. El otro unos pasos mas atrás, como era preceptivo, vistiendo una túnica azul ribeteada y ceñida a la cintura, al modo griego. Todo fue muy rápido, como había dispuesto Flaco, simularon el juicio ordinario y obtuvieron una sentencia inmediata.
            -Lo que no entiendo son estas prisas-, inquirió el magistrado Fulvio.
            Flaco lo fulminó con la mirada.
            -Ya, ya: sin preguntas-, dijo al tiempo que guardaba la bolsa repleta de monedas que acababa de recibir de manos de Flaco.
            El camino a casa lo hicieron despacio, ahora el uno al lado del otro, como dos hombres libres. Flaco hablaba: -¿Cuánto hubieras durado en las cocinas imperiales, una semana? Cualquier sospecha o intento de envenenar al emperador hubiera recaído inmediatamente sobre ti. El nuevo, el recién llegado-, y terminó con la retórica.- ¿Sabes cuantos desean ver muerto a Nerón?
            El nuevo liberto asentía lleno de gratitud, pues en su entrañable ingenuidad no se le había ocurrido contemplar esta perspectiva. Pero ahora, en libertad y cercano a la ancianidad, solo deseaba vivir en paz el poco tiempo que le quedara de vida.
            - Que los dioses nos sean propicios, amo Pomponio.
            - Que así sea. Y deja de llamarme amo o nadie se lo va a creer.
            - Sí, Flaco.
            Nunca había escuchado su apodo en boca de Mamerto, le pareció que sonaba con una dulzura infinita. Y con estas pláticas iban llegando a casa, pero justo cuando se disponían a entrar fueron abordados por dos andróginos de una manera algo brusca. El primero de ellos empezó con voz chillona: –Tú debes ser Flaco y el viejo que te acompaña… ¿Es el esclavo llamado Mamerto?
            -¿Y a quién debo tanta arrogancia?– contestó el togado.
            -Te ruego disculpes a mi compañero-, intervino el otro en tono conciliador, -a veces se olvida del protocolo-, añadió al tiempo que lo apartaba a un lado.
            -Y también de la condición-, apuntó Flaco, que se daba perfecta cuenta de que se hallaba ante dos esclavos.
            Mientras el primero de ellos quedó callado y observando con menosprecio a Mamerto, el segundo continuó educadamente con su charla, se explicó: como bien había adivinado el équite, eran dos siervos, eunucos; esto sobraba, pues era palpable, que servían en casa de Petronio y que éste los mandaba a tratar con él la venta de un esclavo de su propiedad, un griego llamado Mamerto, que según había llegado a oídos de su amo, era un excelente cocinero. Terminó su exposición rogándole marcara un precio, que tenían autorización para negociar.
            -Has acertado en casi todo-, se dirigía en exclusiva a él, pues Apolodoro, que así se llamaba el otro, no hacía más que tasar a Mamerto con desdén, mirándolo de arriba abajo. -Excepto en un detalle de cierta importancia-. El horro, que hasta ese momento había permanecido inexpresivo, comenzó a dibujar en su rostro una infantil sonrisa que se iría acentuando paralela al discurso de su nuevo patrono. –Efectivamente: es griego; se llama Mamerto; es un maestro en los fogones, pero…es un hombre libre.
            Los eunucos giraron al unísono sus confundidas cabezas para mirar al aludido radiando satisfacción. Apolodoro fue tornado su desprecio en asombro, para pasar a la decepción y después a la envidia. De nuevo se volvieron hacia Flaco, que con una ceja enarcada y una mano indicando al Palatino daba por zanjado el asunto. Después que los vieron irse, mohínos, chillándose entre ellos con esa voz aguda tan peculiar, no pudieron contener la risa por más tiempo y ambos estallaron en sonoras carcajadas. Tras el hilarante trance, enjugaron sus lágrimas y quedaron mirándose durante unos instantes.
-Vamos a celebrarlo-, propuso Flaco, –iremos al Circo Máximo, ¿has visto alguna vez una carrera de cuadrigas?
Estaba excitado, conducido por la euforia, no advertía el cansancio que Mamerto acumulaba. Pero éste aceptó, no podía rechazar el ofrecimiento que le brindaban: recorrer las calles de Roma como un hombre libre. Por primera vez en su vida tenía el poder de decidir sobre sí mismo, estaba aturullado, la cabeza le daba vueltas, suspiró profundamente y se dejó llevar.
            -Flaco-, titubeó antes de pronunciar el nombre-, no he pisado el Circo en mi vida.
            ¡”Cúrrus, cúrrus”! El bramar era atronador. Ciento cincuenta mil romanos se impacientaban pidiendo a voz en grito el comienzo de la siguiente carrera, parecía que el descanso se prolongaba más de lo habitual, ellos ya habían visto dos, para Mamerto, más que suficiente.
            La primera de ellas se había desarrollado con normalidad, un par de abandonos como consecuencia de los impactos y algún caballo malherido. Pero la segunda fue mucho más emocionante, sólo cuatro de las doce cuadrigas que tomaron la salida consiguieron terminar la carrera. Flaco sonreía e intercambiaba saludos con un par de conocidos, de pronto, recordó que no había venido solo.
            -¿No te está gustando, Mamerto?
            No había necesidad de respuesta, su cara hablaba por él. Había pasado por las cercanías del Circo en infinidad de ocasiones, pero siempre rehuía de aquella multitud obsesionada que se abría paso a empellones para conseguir acceder al recinto. Sabía qué tipo de espectáculos tenían lugar allí dentro, pero nunca imaginó que se emplearan con tanta violencia, le pareció abominable. Pero lo peor estaba aún por llegar.
            -Sólo una carrera más-, solicitó Flaco.
            Asentía con desgana en el mismo momento que unas fanfarrias anunciaban algo con lo que no contaban, todas las miradas se dirigieron a un mismo punto: Nerón.                                                         Apareció ataviado con la púrpura imperial y secundado por un numeroso séquito. Su teatral saludo enardeció aún más a la chusma, el clamor se hizo insoportable. También ellos se volvieron para mirar, pues el palco de honor quedaba a su derecha, un poco más atrás. Distinguieron a los eunucos de pié, justo detrás de Petronio. Mamerto cruzó su mirada con la de Apolodoro y la tornó rápidamente hacia otro lado, demasiado tarde. A Flaco la sonrisa se le borró en un instante.
            -No te muevas-, sugirió Flaco, -aguantaremos aquí hasta que acabe la carrera. Venir al Circo ha sido una estupidez por mi parte, pero movernos ahora…
            Ya no podían ver cómo Apolodoro le hablaba al oído a Petronio, al tiempo que señalaba en su dirección. Nerón se interesó por el cuchicheo.
            -No es nada César, era sobre tu regalo de cumpleaños.
            -Pero…si aún faltan seis meses, Petronio.
            -Ya, es que…- Petronio le contó brevemente, restándole importancia al asunto. Cuando terminó de escucharlo, Nerón se volvió para ver al eunuco asentir indignado, señalándolos con el dedo. El César miró a Flaco, clavando su mirada en él durante unos segundos.
            -Ah, Petronio, me aburro.
            -¡Fabioooo!- El maestro de ceremonias corrió hacia el trono imperial.
            -Cuando digas César.
            Éste hizo un gesto de hastío, a la señal, la fanfarria volvió a sonar. Nerón miró de nuevo a Flaco, después compuso una mueca de asco y llamó al capitán de la guardia. El pretoriano se encorvó para escuchar al César, la carrera iba a empezar.
            El silencio era el suficiente para poder oír a los caballos, que tras las cárceres, piafaban de excitación. Éstas se abrieron en cuanto Nerón dejó caer el pañuelo, al sonido metálico de las rejas le siguió el estruendo de las cuadrigas, y a éste, el jaleo de la multitud. El Circo era una tormenta. Mamerto sudaba, tanto por los acontecimientos cómo por el calor del verano. Era la tarde de un diecinueve de julio, un día aciago para la Ciudad Eterna. Flaco intentó relajarse para disfrutar del espectáculo.
            Al principio una vuelta de tanteo, tras ésta, un avance hasta el extremo de la pista, y justo ahí, empezaron las hostilidades. La táctica era sencilla, al doblar el poste la pista se estrechaba, los participantes se cerraban el paso, provocaban la colisión y a esperar la suerte. Los aurigas, conscientes de la presencia del emperador, se emplearon a fondo. Para la cuarta vuelta se habían producido cinco abandonos, sólo quedaban siete carros, había más espacio para maniobrar, pero las colisiones serian más brutales. La chusma seguía vociferando, cada cual a sus colores. Los tres carros de la facción verde, todos aún en pista, ocupaban la cabeza. Al llegar al giro, el único de los blancos tenía tomada la posición interior y utilizó esta ventaja para cerrarles el paso, pero al rectificar en el giro partió el eje y se estrelló contra la barrera de protección. El improvisado obstáculo hizo frenar al resto de los carros, los dos verdes que corrían por el lado mas externo chocaron entre sí y lo arrollaron. La confusión fue espantosa, el auriga que venía en último lugar se encontró de repente con aquel embrollo, intentó esquivarlo y aunque los caballos lo consiguieron, el carro se enganchó y fue frenado en seco. El hombre saltó por los aires y se golpeó fuertemente contra el suelo, inmediatamente sacó el cuchillo e intentó cortar las riendas que llevaba atadas a la cintura. Los animales, libres de lastre, corrían hipnotizados, lo arrastraron hasta la siguiente curva estampándolo contra la pared y ahí perdió el cuchillo, y probablemente la vida. Ooooh, se lamentó el graderío. Fue arrastrado como un pelele durante las dos vueltas que quedaban para finalizar. Resultado: de las tres cuadrigas que quedaron, la de los verdes llegó en primer lugar, aquello satisfizo al populacho, pero mucho más a Nerón. Para ello hubo que sacrificar a doce caballos, dos hombres estaban heridos de gravedad y otro más no vería la luz de un nuevo día.
            -Quiero irme-, la voz de Mamerto sonó apagada, trémula.
            -Vámonos-, aceptó Flaco buscando el vomitorio más próximo.
            Ya en la calle, ambos se miraron de un modo extraño, tenían cierto malestar y se les reflejaba en el rostro.
            -Necesito ir a las letrinas-, suplicó Mamerto.
            -Yo también-, coincidió Flaco acelerando el paso.
La tensión que tuvieron que soportar en el Circo les aceleró una indigestión provocada por la perca que un tabernero les ofreció un par de horas antes a un precio magnífico, ahora sabían por qué. Se alejaron del bullicio rodeando el Palatino y tras varios intentos infructuosos, por fin encontraron unas letrinas con plazas libres. Aliviaron sus cuerpos y conversaron en voz baja. Flaco expresaba su deseo de terminar la juerga con vino y mujeres, pero el nuevo liberto sólo pensaba en volver a casa, estaba agotado. Su primer día como hombre libre, curiosamente había sido uno de los peores de su vida. Además, aún sentía cierto recelo hacia los eunucos.
            -No te preocupes por los castrados-, lo tranquilizaba Flaco.
            -Quiero volver a casa-, solicitaba Mamerto. -Estoy cansado, ve tú, por favor-, incitaba advirtiendo en él la necesidad de aliviar otras partes de su bajo vientre. -Y no abuses del vino-, terminó por decirle a la vez que se marchaba.
            Flaco lo vio alejarse, le había hablado como un padre. Qué necio y egoísta se sintió, debió de haberlo manumitido muchos años atrás, él nunca lo hubiera dejado solo. Incluso cuando enviudó, al poco de casarse, (ella murió en el parto junto con el niño), fue su único consuelo. Reafirmó su decisión de compensar aquel mal trecho balance. Embutido en sus pensamientos, encaminó sus pasos hacia la Subura. Dos tipos lo observaban a cierta distancia, lo siguieron.
            Se adentró por las calles calculando que aún le quedaban unas horas de luz, pues la Subura de noche era un barrio altamente peligroso. Llegó al lugar que buscaba, lo conocía. La Loba Oscura era una taberna de mala muerte regentada por un viejo liberto de origen libio y atendida principalmente por mujeres africanas. Flaco había ido allí en busca de Yaya, una joven nubia de piel de ébano y carnes generosas pero firmes, que se prestaba a toda clase de juegos. Pidió vino y se sentó, no la veía, decidió esperar. Dos nuevos clientes entraron y se sentaron en un rincón, a Flaco le parecieron pretorianos en día de permiso. En otra mesa, un grupo de amigos brindaban alegres. Una mujer con peluca rubia y la cara maquillada se acercó para servirle vino insinuándose, él la rechazó cortésmente, ella no se molestó, lo había visto otras veces. Sin necesidad de preguntar, la mujer le susurró al oído que Yaya no tardaría en salir, él se lo agradeció con una moneda. Después llevó una jarra y dos copas a la mesa del rincón, los recién llegados la invitaron a sentarse, ella accedió encantada dedicándoles una pícara sonrisa e inició una conversación de forma jocosa y desvergonzada, pero como ellos bajaran el tono de voz, la sonrisa le desapareció del rostro. Miró a Flaco, después posó sus ojos en el propietario. El tabernero, perro viejo en su oficio, le devolvió la mirada mientras simulaba estar ocupado, algo no iba bien. Entonces ella se levantó, pasó junto a la mesa del équite y éste le hizo un gesto con la copa vacía, ella lo entendió y le indicó que esperara, después cruzó unas palabras con el viejo libio y se perdió hacia el interior. A continuación, uno de los que ocupaban la mesa del rincón se levantó y se fue sin más. Flaco ni lo advirtió, estaba pensando en Yaya, le encantaban sus felaciones, con aquella boca grande de blanquísimos dientes y su lengua áspera y dura. Pero Yaya tardaba, el vino tardaba. Miró hacia fuera y comprobó que aún era de día, se tranquilizó.
            Tres furcias salieron a hacer su trabajo, pero ninguna se le acercó. Fueron directamente a la mesa que daba algo de ambiente al lugar, estaban beodos. Entonces el tabernero le trajo a él una jarra y se la dejó encima de la mesa, Flaco se lo agradeció y se dispuso a seguir bebiendo, y a seguir esperando. Así estuvo durante una hora, tras la cual, cinco romanos entraron y se fueron a sentar junto al solitario habitante del oscuro rincón. Enseguida, el viejo libio se deshizo en atenciones hacia los nuevos clientes. Flaco se extrañó un poco, sobre todo por la insólita indumentaria de uno de ellos, al que no conseguía ver la cara, oculta tras un estrafalario sombrero. En ese preciso instante apareció Yaya con otra jarra de vino, a nuestro amigo se le iluminó la cara. Ya estaba oscureciendo pero Flaco no reparó en ello, a partir de ese momento sólo tendría ojos para ella. Le reprochó la tardanza con fingido enfado y aunque conversaron durante un buen rato, los vapores del vino no le permitieron advertir en ella una frialdad inusual. Terminó de un trago el contenido de su copa y aunque se resistiera en un principio, Yaya, obviándolo, volvió a llenársela de nuevo. Dos chicas se levantaron con sendos clientes buscando un lugar más íntimo. Flaco, al verlos pasar, miró solícito a Yaya, estaba borracho y quería sexo, lo exigía. Ella miró al rincón, donde todos la observaban en silencio, luego miró a Flaco, lo agarró y se lo llevó.
            Se desnudaron en un instante, en la habitación, dos lucernas iluminaban un colchón que dejaba mucho que desear, la tenue luz se reflejaba en la atezada piel de la nubia, más cuando ésta comenzó a untarse el cuerpo de aceite. Aquello excitó a Flaco, que ya podía presumir de una considerable erección. Entonces Yaya se acercó con un pañuelo y se lo puso en los ojos.
            -Hoy probaremos un juego nuevo-, dijo ella.
            Flaco se estremeció, sintió como lo cogía por las axilas y lo soltaba en la cama como a un muñeco. Se dejó llevar, estaba ebrio y contento. Ella comenzó por hacerle una felación, como a él tanto le gustaba, acariciándole los testículos, ora con el dorso de la mano, ora con sus hermosos pechos. Después bajaría con la lengua hasta un lugar mas profundo. Lo que flaco no podía ver, eran los dedos de Yaya buscando un poco de aceite  para con un sutilísimo trabajo, introducirle uno muy lentamente en el ano.
            -¡Ahhh!- Flaco se sorprendió. –Eso no me lo habías hecho nunca-.
            -Tranquilo-, susurró Yaya acariciándolo suavemente.
            Continuó con la felación sin sacarle el dedo, hasta el final. El vino y el éxtasis lo hicieron estallar en una eyaculación portentosa, acabó exhausto, jadeó, pero no podía moverse, entonces Yaya le dio la vuelta y apareció su esmirriado culito. Sonreía como un niño, había disfrutado mucho, estaba borracho y a merced. Ella siguió hurgándole, después notó como se le echaba encima, él seguía con la misma cara de tonto, babeaba. Ahora sintió algo que le pareció más blando que un dedo, lo que contrastó con la sensación de tenerla a ella encima. Pero lo que de veras lo dejó en suspenso fueron las fuertes manos que lo tenían cogido por los hombros. Fue penetrado y apagó un grito. Echó una mano atrás y palpó un culo que no era el suyo, ni el de Yaya. Se espantó y quiso quitarse el pañuelo que lo tenía cegado, pero le agarraron los brazos y ya sólo pudo soportar las embestidas inmovilizado. Oyó cómo la estancia se llenaba de risas y sintió miedo.
            -¿Te queda mucho Marco?- La voz que escuchó hablaba con autoridad.
            Le quitaron la venda de los ojos para encontrarse la cara de Nerón a un palmo de la suya, que dedicándole una sonrisa sardónica la dijo al oído: -¿Crees que un hombre puede eludir su destino?
            Justo entonces un pretoriano irrumpió. -¡César, la ciudad está ardiendo!
            Nerón miró al sodomita, éste se vació con un par de sacudidas y todos salieron corriendo. Flaco quedó en la cama, aturdido, estupefacto. Permaneció allí durante unos segundos, después cogió sus ropas y se vistió. Caminó despacio hasta el umbral de la taberna, sólo quedaban las chicas y el libio. Lo miraron en silencio, Yaya con tristeza. Se fue sin pagar, pero nadie le reclamó nada. En la calle, la gente corría de un lado a otro sin reparar en él, siguió andando confuso y comenzó a juntar las piezas. Los silenciosos clientes del rincón; los que llegaron más tarde: Nerón y su guardia personal, que acostumbraban a escoltarlo en sus famosas correrías por la Subura; la tardanza de la etíope. La buena de Yaya, coaccionada, se limitó a prepararlo para que no sufriera demasiado. “¿Crees que un hombre puede eludir su destino?” Las palabras de Nerón resonaban en su mente. No, pensó, ni siquiera el César, pero ya no podía decírselo. Levantó la cabeza para despejarse un poco y arrastrando la toga llegó hasta casa.
            Allí estaba Mamerto junto a los otros esclavos, asustados y expectantes con la noticia del incendio. Vieron llegar al gordo Craso, que caminaba asfixiado, ya que correr no podía. Hablándole con dificultad le solicitó amparo, pues su casa, explicó, corría grave riesgo de ser pasto de las llamas, como así fue dos días más tarde, el incendio no se sofocaría hasta la sexta jornada.
            -¿Te ocurre algo, Flaco?–, dijo Craso ya dentro de la casa. -¿Qué manera es ésa de llevar la toga?
            Flaco lo miró despacio, sin responder.
            -Ven, siéntate-, lo invitó Mamerto.
            -No sé si podré-, contestó para dejarlos extrañados, interrogantes.
            No se hizo esperar y pasó a contarles lo sucedido con todo lujo de detalles, cuando hubo terminado, quedaron durante un buen rato en silencio. Mamerto lo miraba enormemente afligido, tras unos instantes, Craso habló al fin: -Estamos jodidos-, de inmediato se llevó la mano a la boca, pero ya estaba dicho.
            -Lo peor no es que te jodan-, contestó Flaco mirando a un punto lejano, y añadió: -lo peor es que además te guste.
            Asombrados, con los ojos como ventanas, exclamaron al unísono: -¿¡Flaco!?         

              





No hay comentarios:

Publicar un comentario