domingo, 10 de septiembre de 2017

The Hawlbaicin 8



                        Florentia Iliberritana. 145 A.C.

            El viajero del tiempo recibió el primer rayo de sol de la mañana, justo cuando sus párpados comenzaban a caer fruto del cansancio. Deslumbrado y molesto, maldijo su resaca y activó el velo que impelía a la luz solar proyectada sobre la Cronociberfly. Tenía que descansar, la noche había sido corta pero intensa, unas horas de sueño le vendrían muy bien. Los ritos llegaron a excitarlo, los sacrificios a los dioses no cesaron, por lo que no faltó el lomo con ajos, el choto, las chuletas de cerdo, el conejo al ajillo, eso añadido a todas las viandas que se prepararon con antelación. Y qué decir de las libaciones, se vertió el vino por doquier, fue un delicioso y constante fluir del rojo elixir, pero a estas horas le golpeaba en las sienes. Por eso Jesús se acopló el casco del piloto, activó el programa de medicina urgente, pulsó el botón para aceptar la receta, abrió su mente y se acomodó para echar un sueñecito. Sueño que logró concebir escuchando como el rumor del río se iba confundiendo en sus divagaciones, hasta que por fin se quedó dormido, en la ribera del Darro, justo en la futura ubicación del casino de Zafra, junto al camino que él sabía sería motivo de la discordia en algo más de dos milenios. Y perdido en tales entelequias estuvo durante horas, fritiiiiiiico de sueño, e invisible. Y por eso el tirano Minaretix, que paseaba con las manos a la espalda recorriendo incansable las murallas de su castro, sin apartar la vista de las calles, desconfiando que todos en la urbe pudieran estar durmiendo, no pudo ni podría ver a Jesús, ni a ningún otro fuera de sus esbirros, que la ciudad entera pacía a esa temprana hora, cada cual en su jergón y al amparo de sus techos, sacando provecho al vino para olvidar al tirano y a la que no se nombra, por lo menos hasta que despertaran de nuevo.
            Y fue una ensoñación como ésta la que a las pocas horas desvelara a Jesús, que abriendo lentamente los ojos concibió aquello como una visión: si lograba regresar a su tiempo, aunque la misión no fuera completada con éxito, propondría a sus vecinos la pronta celebración de una fiesta. Pues ya desde la noche de los tiempos, había aprendido nuestro viajero en su viaje, usamos los íberos estas ceremonias para reír, reírnos hasta de nosotros mismos. Y para echar al fuego lo malo y quedarnos con lo bueno. Y que tiranos siempre habrá, y que a rey muerto otro en su puesto, y que esto siempre fue así y que siempre así será. ¿O no? Y mientras se debatía en estas y otras cuestiones, aplicó el programa de aseo para tomar una hidrobodyfast que lo animara, desayunó unas tostadas de pan de Alfacar y salió de la Cronociberfly a dar un paseo por la orilla del río, a respirar el sano frescor que emanaba de su cauce. Y en tanto caminaba, pensaba si realmente podría alterar el futuro, era mucha la responsabilidad, el porvenir del barrio estaba en sus manos. El barrio… ¿Qué estaría ocurriendo ahora allí, todavía esperaban el ataque o habrían comenzado ya las hostilidades, conseguirían repelerlo una vez más? Y en estos devaneos entretenía el tiempo cuando en la contemplación de aquel cristalino caudal, hubo de detenerse de pronto, captada su atención por un brillo dorado que de entre las aguas a duras penas se filtraba. Entonces lo recordó. El río Dauro, el que da oro. Oro: lo único que doblega voluntades políticas, lo que todo lo compra, y más a estos individuos tan fácilmente sobornables. No lo pensó dos veces, el oro no podía transportarlo al futuro, ni falta que le hacía, así que se fue corriendo a dar noticia de su descubrimiento a los habitantes de Florentia Iliberritana. Sólo ellos debían ser dueños del río y de su oro, y así de su civitas y de sus vidas. Y sobre sus ideales y su riqueza, fundarían su propia república.

The Hawlbaicin 7



                        Florentia Iliberritana. 145 A.C.

            Jesús, el viajero del tiempo, degustaba ensimismado su bacalao con tomate al resguardo de la Cronociberfly, que invisible en la ribera del río, permitía gozar de una vigilancia segura y tranquila. Conocedor de la Historia, evaluaba los hechos ocurridos en la Hispania de entonces para determinar de qué modo podía afectarle, o si acaso, servirse de ello para llevar a cabo su secretísimo plan, tan secreto que ni él mismo lo sabía, porque la consigna era la improvisación, la misiva era seguir el dictado de su corazón y de su ilusión, sólo por el barrio. ¡No ni na!, se dijo a sí mismo. Elevó el mentón masticando un trozo de pan y pudo contemplar el más calmo de los crepúsculos, lentamente caía la noche más efímera del año y allá donde el río se perdía en los campos, el horizonte azafranado se tornaba rosáceo para confundirse con un celeste cada vez más oscuro. En los arrabales comenzaban a brillar las primeras lucernas, los nativos de la civitas se preparaban para sus ritos paganos, sus venerados Dioses Lares serían agasajados, se celebrarían juegos nocturnos en honor al hermano Sol y a la hermana Luna, arderían hogueras y nadie dormiría hasta el amanecer. Correrían los odres de vino de mano en mano, y la carne, y el jamón, y el queso, y los dulces. Habían traído para la ocasión, recién llegado desde Sexi y en exclusiva para los vecinos iliberritanos, salazones de pescado, boquerones y un exquisito garum. Pero el tirano de la urbe, Minaretix, no participaría de aquella fiesta, porque además de continuar recluido en su castro a causa del miedo, ni había ni hubiera sido invitado jamás. Y ésta era una circunstancia que divertía a Jesús, pero a la vez lo fastidiaba. Los gobernantes no son inaccesibles, se decía, sino prisioneros de sus propios temores. Por otra parte, contemplaba la situación histórica. El sur de la Península Ibérica andaba en constante agitación, el lusitano Viriato traía de cabeza a las legiones romanas, lo cual eclipsaba un asunto sin importancia como el de la rebelión que estaba teniendo lugar en Florentia Iliberritana. El nuevo cónsul, Quinto Fabio Máximo, se tomaría esa noticia como un contratiempo molesto y todo lo más, enviaría un manípulo de legionarios como guarnición y alivio de… ¡La mosca cojonera de ese sátrapa cagón de Minaretix! Imaginaba Jesús al romano en paños menores dando saltitos dentro de su tienda de campaña, tal vez en algún lugar entre Cástulo y Basti, mientras escuchaba el mensaje de boca del heraldo. Sonrió con sus divagaciones y decidió que aquella noche sería para disfrutarla en compañía de sus vecinos, después de todo, eran sus antepasados. Mañana habría tiempo, se dijo, para idear una estrategia. Después de todo, si estaba en el pasado era para intentar alterar el futuro y evitar si podía males y sufrimientos. Pero hoy estaba invitada toda la urbe, incluido él, y nadie se lo iba a perder. Nadie excepto el tirano Minaretix y su concejo de urracas y esbirros. Y su sibila, claro, la que no se nombra, la pérfida Friktáxtila. La bruja, la arpía, la víbora, la pécora, el bicho, de mil maneras llamaban a la malvada hechicera, excepto por su verdadero nombre. Intuyó el viajero el escollo que podía suponer esta innombrable mujer, sólo comparable a doña Mae Telesfriend.