UNA NOCHE MAS
Me ocurrió en una noche de invierno, tal vez fuera miércoles, no se.
Había conducido mi taxi durante catorce horas sin descanso, estaba exhausto. El
cuerpo entumecido, sabía que me fallarían las piernas en cuanto pusiera el pie
en tierra, aun así, decidí apurar: una carrera más. Tiempos de crisis, la
hipoteca, las facturas ¡cuatro niños! Aparecí en Plaza Nueva cuando el reloj
daba las cinco y cuarto de la madrugada. Dos compañeros hacían número en la
parada, sin pensarlo siquiera, realicé la maniobra y me coloqué el tercero ¡una
tregua! Me dije a mi mismo, antes de terminar la jornada.
Apagué las luces pero dejé el
motor en marcha, un hilo de calefacción me aliviaría del espantoso frío que
reinaba en la calle. En la radio, Joaquín Sabina cantaba para todo el mundo la
dirección de su domicilio. De repente, el agudísimo zumbido del terminal de la
emisora, tan detestable como apetecible, me sobresaltó en extremo. Miré hacia
delante moviendo la cabeza a un lado y a otro para cerciorarme de que los dos
taxis que me antecedían, gozaban de la guarda de sus dos conductores, así era.
Me centré en la pantallita, pulsé aceptar y leí el despacho.
Maribel. Callejón del
mentidero nº 77. Granada.
Esto
último, aun hoy sigo sin comprenderlo. (Ya se que estoy en Granada.) Me entró
la risa, conocía la calle. Recóndita, estrecha y no tan larga como para
albergar un número tan alto. No voy, me dije, lo devuelvo ahora mismo, debe ser
un error. Pulsé la tecla correspondiente, pero no respondió. Repetí la
operación varias veces y nada. Comencé a golpear el cacharrito pero para mi
mayor sorpresa, el taxímetro me mostró en números rojos el total de la bajada
de bandera. Enarqué una ceja cuando ví la palanca de cambios acercarse hacia
mi, luego avanzó hasta la posición de primera, el volante giró por completo
hacia la izquierda y estupefacto, casi caigo en el asiento de al lado cuando el
vehículo, sin que yo pudiera hacer nada, describió una U sobre el asfalto con
tal precisión y velocidad, que cuando pude recuperar la verticalidad ya
dejábamos atrás la iglesia de Santa Ana. Me agarré al volante como pude y pisé
el freno con ambos pies, ni inmutarse. A la altura del Puente de Cabrera, el
Taxi apuraba la tercera a más de tres mil revoluciones. El coche bramaba con
estruendo sobre el adoquinado de la
Carrera del Darro. Respirando con dificultad y sudando a
chorros, tragué saliva antes de intentar abrir mi puerta y quedé con el tirador
en la mano. Cuando las ruedas lograron alcanzar el piso asfaltado y uniforme
del Paseo de los Tristes el cuentakilómetros indicaba ciento veinte por hora.
Menos mal que no hay nadie, pensé en un principio, pero al instante rectifiqué
a gritos: ¡Que alguien me ayudeeeee! Inútil.
Me
puse el cinturón y cerré los ojos, me estampaba contra el muro del Palacio de
los Córdoba. Nada de eso, el taxi dobló en ángulo recto para enfilar la Cuesta del chapiz y la
inercia me expulsaba de tal modo que de no haber tenido el estómago vacío,
hubiera vomitado sobre el cristal del acompañante. Ascendí la prolongada
pendiente boqueando como un pez fuera del agua, el coche iba como un tiro y
ante mi desesperación, entró planeando a la Plaza del Salvador. Luego viró en la Placeta de Aliatar y tomó
a la izquierda para llegar derrapando a la de los Castillas. Se coló como una
exhalación hasta la Placeta
del Aljibe de la Vieja
y se detuvo en seco.
Ahí
estaba. Ante mi borrosa visión y en constante movimiento: El Callejón del
Mentidero.
Apenas
podía sostener los parpados, los brazos me caían a plomo, mis piernas ya no
estaban, me encontraba a merced, incapaz, impotente. Dos lagrimones resbalaron
por mis mejillas cuando entregado a mi suerte, rendido al fin, mi taxi
penetraba sin remedio en el angosto callejón. Las aletas delanteras crujían,
las puertas se avenían hacia mí chirriando con estridencia por el roce, los
cristales laterales fueron estallando de uno en uno y la luna delantera, se fue
combando poco a poco convertida en una tela de araña que amenazaba con
atraparme. La calle se iba estrechando mas y mas y el vehículo con ella, tanto
que ya me veía en mi propio ataúd. Lloraba como un niño con la carita entre las
manos, cuando me pareció que mi puerta se abría de repente y alguien me habló a
voces:- ¡Iyooo… Tira pa’lante coño! O te vas a dormir a tu casa.
Ramón Alcaraz