martes, 27 de diciembre de 2016

Las fotocopiadoras

LAS FOTOCOPIADORAS

            Me hallaba en aquel cuartucho minúsculo en espera de la llegada del jefe supremo. Era allí, y no en su gigantesco despacho, dónde solía citarnos de manera esporádica e inesperada, a los empleados que casi nunca sabíamos por qué ni para qué éramos llamados; o más bien nos negábamos a asumir las verdaderas razones. Aunque de una cosa estaba seguro, todos lo estábamos: nadie salía por esa puerta, entonces cerrada a mi espalda, con un semblante afable. Algunos mascullaban maldiciones en voz baja, o cuando menos, cabizbajos, arrastrando los pies, contrariados y balbuceando palabras inconexas. Inenarrables los rostros de aquellos que recibían la fatídica comunicación de su despido, despreciados por improductivos. Como Juan Martínez, compañero durante trece años, padre de tres hijos y con una hipoteca. Pude ver cómo su cara, roja de ira, se tornaba blanca hasta que de repente se le perló en sudor, tuve que socorrerlo cuando caía redondo al suelo. O la vez que Peláez acusó de chivato al recién llegado, un tal Bermúdez, éste se defendió con palabras, pero el otro, lleno de cólera cuando lo culparon de plagio, la emprendió a puñetazos y patadas. Los despidieron a los dos, claro: eran reemplazables. El Jefe no se anda con tonterías, no le tiembla el pulso a la hora de tachar a alguien de su lista de operarios, o asesores, o creativos como yo. Pero allí seguía, nervioso, esperando con creciente incertidumbre, sentado en aquella silla, los antebrazos sobre la mesa, tamborileando con los dedos y observando inquieto a mi alrededor el montón de maquinas fotocopiadoras que dormidas, reposaban sobre el suelo gris de aquella sórdida habitación. Frente a mí, otra silla más en un reducido espacio, la que debía ocupar de un momento a otro el jefe, la triste luz blanquecina de un tubo fluorescente y el silencio, tan sólo intervenido por el suave golpeteo de mis uñas sobre el cristal. Podía sentir el pulso golpeándome en las sienes, el corazón agitado en mi pecho, mis piernas en constante ajetreo. De pronto advertí el parpadeo de una lucecita verde y quedé petrificado, un escalofrío recorrió mi espalda al observar como aquel led verdoso se iluminaba y a su vez, otro rojo se encendía y apagaba con medida exactitud. Luego fue una diminuta luz aquí, otra allá. Ladeé el cuerpo para comprobar el cuadro de enchufes de la pared y advertí para mi asombro que no había una sola clavija conectada. Fue entonces cuando los cables salieron, Dios sabe de dónde, y serpenteando muy despacio fueron a ensamblarse con la corriente eléctrica. Las máquinas cobraron vida de repente, sus tripas comenzaron a rugir sin motivo,  plástico y metal discutían, se quejaban rodillos y guías, tinta, papel...todo crujía dentro de las fotocopiadoras. Se escuchaba el entrechocar de piezas, se percibían claramente los desplazamientos, el trabajo, la pugna. Entonces las infernales máquinas comenzaron a escupir folios impresos mientras yo me aferraba atemorizado a los bordes de la mesa, las manos crispadas, los nudillos blancos de tanto apretar, el gesto contraído en una mueca de espanto, mirando a todos lados e intentando tragar saliva de una boca seca a causa del horror, del miedo que casi logró que me orinara encima. Confieso que escaparon unas gotitas cuando contemplé la posibilidad de que el gran jefe apareciera en ese preciso instante, con los dichosos artefactos zumbando a toda pastilla, me acusaría nada más entrar de aquel pandemónium. A mí, que no he matado una mosca en mi vida. A mí, cuya única culpa era la falta momentánea de ingenio, y de genio; o es que se había evaporado por completo mi talento... Lloré, sólo pude llorar y contener el pipí. Dejé que mi cara descansara entre las manos y me fui rindiendo lentamente, emitiendo leves sollozos y lamentándome de mi mala suerte. Me absorbí los mocos y al elevar el rostro, las fotocopiadoras empezaron a detener su trajín una por una, chasquidos, resoplidos, exhalaciones, alguna queja estridente y se fueron inmovilizando hasta que en un instante se hizo de nuevo el silencio. Los cables se desenchufaron ante mi atónita mirada y se ocultaron por sí solos. Pero las lucecitas de colores seguían encendidas, parpadeantes, llamativas, sensuales, incluso, llegaron a parecerme, porque de manera inopinada me erguí en la silla para dirigir mis pasos hacia la primera de ellas, muy despacio. Tan asustado como atraído, como Ulises con las Sirenas, sólo que yo no estaba atado. Palpé la primera pantallita con la yema de mi dedo índice, apenas rozándola, con mucha suavidad. Bajo el transparente metacrilato un solo dígito, el número uno. Guiado por una extraña sensación, me agaché y recogí los folios que había en la bandeja y en un acto casi mecánico, los cuadré y los puse bocabajo sobre la mesa. Repetí la acción con la siguiente fotocopiadora, de la que me cercioré sin sorpresa exhibía el número dos, luego con la otra, así hasta la última de un total de siete. Cuando tuve todo el papel bien apilado alcé con mucho cuidado la esquinita del último folio y comprobé que tenía impreso el número setecientos setenta y siete, lo separé del montón y leí el último párrafo de lo que supe era el final de una novela: “Todo podría suceder, todo es posible, pero no, eso nunca ocurriría. Por eso él nunca alcanzaría a comprender. Fin.” Invertí de nuevo el folio y lo puse en su lugar, y mientras los volteaba todos para dejarlos bocarriba y en perfecto orden, las lucecitas me dedicaron un último guiño de complicidad y se apagaron sin más. Fue justo en ese momento cuando la puerta se abrió para dar paso al gran jefe, al presidente del grupo de empresas: Fantasía Comunicación. Al Viejo, como algunos lo llamaban. Al insigne escritor, que de sobra sabíamos emborronaba blancos lienzos con su mala caligrafía, poblando el papel de faltas de ortografía y jactándose de ello con la mayor zafiedad. Al rico empresario cuya única aptitud consistía en exprimir el talento ajeno para cobrar más fama inmerecida y aumentar su inmensurable cuenta corriente. El odiado, envidiado y temido jefe. El mandamás, el dueño de todas las cosas, el poderoso, el vehemente, el señor don José García, que un día renunciara a su nombre por considerarlo vulgar, para firmar los libros que él nunca escribiera, bajo el pseudónimo de Víctor Fantasy, mucho más llamativo, más comercial y universal, decía él.
            -Buenos días, señor Magallanes–, saludó al entrar, cerró la puerta y ocupó la otra silla invitándome a sentarme–. Quiero creer que ya sabrá por qué lo he llamado, sí, lo sabe, sé que lo sabe. No lo tengo a usted por uno de los muchos lerdos lameculos que pululan a mi alrededor como molestas moscas, que solo desean un poco de dinero, un poco de mi sangre, de mis mieles; y que de vez en cuando les pase la mano por el lomo fingiéndome condescendiente...está sudando, Ramiro–, murmuró con mirada inquisitiva y continuó perorando–. En fin, no sé por qué me entretengo… Vamos a repasar brevemente su aportación a la empresa en estos años–, dijo como si hablara sólo y fijó la vista en los setecientos setenta y ocho folios; el primero estaba en blanco, que yacían sobre la mesa. Esos folios que me parecieron de repente tan compactos y fuertes como una bomba atómica, esos papeles que ahora él observaba con extrañeza, y yo, ignorante, contemplaba con una tranquilidad inusitada. El jefe entonces se obligó a pestañear y siguió con su cháchara. –Iré al grano. Vamos a dejarnos de monsergas. Su última novela hace ya tres años que se publicó y si no hubiera estado firmada por mí, no hubiera llegado a los treinta mil ejemplares, de los cuales, hay unos cinco mil en stock, ¡que no se venden desde hace más de un año! ¿Y qué ha vertido usted a la empresa en ese año? No, no me lo diga, lo tengo aquí: tres relatos breves, que quién sabe dónde habrán sido incluidos para relleno, por no quemarlos. Usted sabe, señor Magallanes, que cuando hace un año reuní a todos los “negros” que como usted, trabajan para mí, con el apremio de publicar con su autoría y firma la próxima novela que me trajeran, lo hice tan sólo como estímulo, un placebo. Sin embargo, a usted lo llamé aparte porque tenía esperanza en su creatividad y talento, y por eso quise arengarlo de verdad firmando mi promesa ante notario y en su presencia, quería que usted fuera testigo. Pero el resultado de mi experimento no ha sido nada satisfactorio, creo que ha provocado el efecto contrario, se ha sentido presionado y ha sido incapaz de escribir una frase. Lo sé, no olvide que yo también soy escritor: se ha atascado antes de arrancar; a mí me pasaba...–Profirió con una arrogancia nauseabunda, sonriendo con una autosuficiencia tan ofensiva que me dieron ganas de estrangularlo, pero me contuve y seguí escuchando con fingido interés.  –Pero otra vez me voy por las ramas; lo que quería decirle, que usted por supuesto no sabía, es que mi compromiso con usted expira a las trece horas y trece minutos de hoy, es decir, dentro de tres horas y tres minutos exactamente–, dijo mirando su Rolex de oro. –Claro, que esto no sería un asunto de importancia si no fuera por una clausula añadida en la letra pequeña que usted como un idiota, ávido de vanidad e ingenuo cómo un niño, firmó sin pararse siquiera a leer–, farfulló con desprecio y forzó una risilla maliciosa. –Dicha cláusula, indica que usted dejará de pertenecer a esta empresa... Señor Magallanes…Ramiro. Mis dos canales de televisión no alcanzan últimamente las cuotas deseadas, no tengo una buena serie, porque no tengo buenos guiones. Las editoriales no consiguen poner un libro entre los diez más vendidos desde hace dos años. Los periódicos no se venden como a mí me gustaría. Mis cadenas de radio no se escuchan como yo quisiera. Las discográficas son un juguete muy caro del que estoy pensando en desprenderme un día de estos. ¿No lo comprende, Ramiro? No es que me guste lo que voy a hacer, es que estoy obligado a hacerlo, es doloroso, créame, pero irremediable. Está usted acabado, se esfumó su inspiración, su chispa. Y además firmó su renuncia a ser indemnizado. Ramiro Magallanes, está usted despedido–, soltó y se quedó tan ancho, mirando con disimulo por rehuir mi mirada, aquel montón apilado de folios que descansaban sobre la mesa. Luego, como yo seguía sin decir nada y mostrando con osadía una incierta cara de póker, pasó sus ojos de los míos al papel varias veces y en un arrebato cogió la página en blanco y leyó la que había debajo:        –Ramiro Magallanes. El enigma del siete–. Murmuró, la puso sobre la otra y continuó leyendo. Al terminar la siguiente me lanzó una mirada furtiva y pasó a la tercera. La leyó con voracidad y pasó a otra, y a otra, y a otra, y a cada página que pasaba me volvía a mirar fugazmente a los ojos, cada vez más incrédulo. Cuando estaba a punto de acabar con la página siete rodeé con los brazos el paquete de folios y lo atraje hacia mí, negándole así la posibilidad de seguir leyendo. Se hizo palpable su enojo, pero su orgullo le mantuvo la boca cerrada, sus labios no conocían las palabras por favor. Estaba acostumbrado a conseguir todo lo que quería, pero en aquel momento sólo codiciaba aquellos folios y el saber lo caros que podían llegar a costarle logró que emergiera un incómodo rubor a sus blancas mejillas.
            -¿A qué hora decía usted que expiraba mi contrato?                 
              
  
                       
       
               
   

                        

La caja

                                                  LA CAJA

Al morir la abuela toda la familia fue llamada para hacer pública la lectura de su testamento. En él dejó por escrito que la casa, su única propiedad, sería vendida junto con todo lo contenido, y el dinero obtenido de la venta, sería repartido a partes iguales entre mi madre y mis tíos, a excepción hecha, y esto requería una cláusula aparte, de todos los objetos que se hallaran en el desván, de los cuales me hacía única beneficiaria directa. Quedé un tanto sorprendida, me sonrojé cuando todos, incluidos mi madre y mi hermano, dirigieron hacia mí sus miradas cargadas de recelo, que después se tornaría en burlas, risitas y sarcasmos, cuando por fin descubrimos lo que aquel lugar atesoraba. Antes de entrar en aquella buhardilla, todos coincidimos en que jamás nos había picado la más mínima curiosidad por conocer aquel apartado rincón de la casa, a pesar de que algunos, como mi tío Pedro, contaban más de sesenta años y al igual que mi madre, habían vivido allí durante toda su infancia. El caso fue que como nadie quiso perdérselo, nos dimos cita aquella misma tarde para comprobar el estado de la casa y sobre todo, conocer qué cosas escondía aquel viejo e ignorado desván. Subimos las escaleras en silencio, yo en primer lugar. Cuando conseguí abrir la trampilla; tuve que esforzarme para lograrlo, el fuerte hedor que emanaba de dentro los repelió a casi todos, y amparándose en vanas excusas retrocedieron rápidamente dando por concluida su participación en tan particular aventura. Sólo mi madre y mi detestable primo, Ernesto, consiguieron asomar la cabeza para ver tan decepcionante espectáculo. Renunciaron en cuestión de segundos, pues al volverme advertí que me habían dejado sola. Obviándolos a todos, me cubrí la cara con un pañuelo para soportar el trance e hice un rápido recuento de mis recién heredados bienes.
            Cubiertos por una vasta capa de polvo pude ver el cabecero de una cama, un viejo triciclo y unos cuantos muebles desvencijados, pero lo que más llamó mi atención, fue una mesa justo en el centro de todo, bajo la claraboya del techo, y sobre la que encontré tapada con un paño para salvarla de la suciedad, una pequeña caja hecha con madera de ébano e incrustaciones de nácar. Guiada por un extraño presentimiento la guardé inmediatamente en mi bolso.
Toda mi familia dejó de murmurar cuando me vieron bajar las escaleras, tan solo el vago redomado de mi primo Ernesto, que a sus cuarenta años aún no había dado palo al agua y seguía sangrando sin pudor a mi tía, dijo con gran vehemencia:   –Con tales tesoros podías montar una tienda de antigüedades-, provocando con ello las carcajadas de todos. Tuve que salir huyendo para que no me vieran llorar y alejarme de aquel nido de buitres, se ufanaban de mi decepción, fue como si la abuela se hubiera guardado una última humillación para mí: su nieta favorita.
Transcurrido un tiempo la casa se vendió y al poco fui invitada por el nuevo propietario a desalojar, no sólo el contenido del desván, sino el de toda la casa, renunciaba a ello a pesar de haberlo pagado, incluido el piano de cola, que confesó le provocaba escalofríos. Le pedí un tiempo para darle respuesta, me dio un día, o todo, absolutamente todo, dijo, sería pasto de las llamas. Aquella misma mañana salí a pasear para aclararme las ideas y sin saber cómo me encontré en una de las calles más bulliciosas de la ciudad, frente a un local cerrado y puesto en alquiler. De pronto recordé al estúpido de mi primo y sus mofantes palabras, en dos minutos estaba pidiendo razón en la tienda contigua. Todo fue rapidísimo, esa misma tarde cerré el traspaso y en menos de una semana tenía lista mi tienda de antigüedades.
Aparte de lo que saqué de la casa de la abuela, añadí un sin fin de artículos de lo más diverso, un reloj de cuco que nunca me decidí a colgar en casa, una vieja edición del Quijote que nadie leyó, una hamaca de Lona, un jarrón de china, en fin, fue bastante difícil hacer un inventario completo. Cuando lo tuve todo limpio y bien colocado, abrí por fin sus puertas.
Era un lunes de primavera, y lo recordaré como recuerdo cada uno de los días que vinieron después por la sencilla razón, y éste es el motivo por el cual quiero dejar testimonio escrito, de que no entró nadie, sí, absolutamente nadie. Instalada en una calle céntrica y de plena actividad comercial, todo el mundo pasaba de largo y si algún turista despistado se paraba delante del escaparate, no duraba allí ni segundos. Después de tres meses estaba desesperada, pensaba en la detestable sonrisa de mi primo y deseaba que me tragara la tierra, lo había invertido todo, tenía que encontrar una solución o aquello sería mi ruina. Así que una mañana idee un pequeño ardid y decidida, lo puse en práctica al instante. Dejé la puerta abierta y me quedé en el umbral, seleccionando a mi victima. Observé lejano a un elegante caballero que vestía traje azul y se tocaba la cabeza con un llamativo sombrero, paseaba distraídamente, mirando los escaparates, venía en dirección a mí. Di dos pasos hacia dentro y me tiré al suelo, con el cuerpo ladeado y los ojos cerrados, conteniendo la respiración soporté un interminable silencio, hasta que escuché por fin sus pasos. Caminaba hacia mí pero no se detuvo, percibí cómo pasaba por encima y uno, dos, tres, y dejé de oírlo.
            -¡Señorita!- Exclamó de pronto para mi sobresalto.
            Abrí los ojos y lo vi allí, encorvado, una mano en la espalda y la otra en el pecho. Me levanté de un salto y él se volvió hacia mí quitándose el sombrero.
-Con ese objeto ahí-, dijo señalando con su dedo –es lógico que nadie entre aquí–, cambió su orientación indicando al suelo. -Buenos días-, se despidió sin darme tiempo a abrir la boca.
            Cerré la puerta, estuve llorando desconsoladamente durante una hora, cuando hube enjugado mis lagrimas y me encontré, no calmada, sino derrotada, me encaminé muy despacio hacia el objeto que el caballero había indicado: la cajita negra. Cogí papel de regalo y la envolví cuidadosamente, la metí en una bolsa y con ella en mis manos, cerré la tienda y me fui a comer al bar donde algunas tardes solía tomar café.
            Cuando me senté había poca gente, pero en unos instantes, sólo quedábamos la camarera y yo. Terminé mi almuerzo y pagué rápidamente fingiendo cierta prisa, dejándome olvidada sobre la mesa la bolsa con la caja, cosa que hice con la mayor intención, por supuesto. Después salí corriendo de allí y abrí de nuevo la tienda. Aquella tarde vendí una lámpara de araña y una vajilla de loza que perteneció a mi abuela, creí estar volviéndome loca, estaba asustada, pero no tenía nada que perder y decidí terminar con tan demencial asunto, así que cerré y fui de nuevo al bar.
            La camarera puso la bolsa encima de la barra en cuanto me vio traspasar la puerta y me dijo con una sonrisa: -¿Te olvidaste algo? 
            -Si, gracias-, contesté con fingida cortesía.
            -Que tarde, chica-, resopló fatigada, -no ha entrado nadie en el local, absolutamente nadie.
Noté como un sudor frío recorrió todo mi cuerpo, me despedí agradecida y con la caja ya en mi poder, salí corriendo en dirección a casa. Cuando llegue la dejé sobre la mesa y me senté frente a ella, la saqué de la bolsa en tanto iba encajando las piezas de aquel absurdo rompecabezas. Primero concreté que aquello estuvo durante años en el desván, donde nadie entró jamás ni sintió deseos de hacerlo. Después estuvo en mi casa, donde nadie en todo ese tiempo, ni mi madre, ni siquiera mis amigas, habían tenido la idea de venir a visitarme; hasta ese momento no había reparado en ello. Luego la llevé a la tienda, ¿para qué, si estaba cerrada con llave que yo por supuesto no tenía? Entonces pensé por qué nunca había sentido curiosidad en abrirla. La cogí entre mis manos y pasé a estudiarla. En uno de sus lados encontré una de las incrustaciones que me pareció estaba a punto de desprenderse, la toqué un poco y noté como se hundía levemente, empujé con la uña todo lo que pude y clac, se abrió inesperadamente una ranura por la que apareció la dichosa llavecita, la extraje suavemente, la introduje en la cerradura y la caja se abrió. Encontré en su interior un trozo de papel doblado en cuatro partes, lo desplegué, estaba en blanco, me pareció percibir cierto olor a aroma de limón, entonces recordé que mi abuela me enseñó de niña a escribir mensajes ocultos con el zumo de esta fruta, rápidamente busqué una vela y la encendí, coloqué el papel encima de la llama con cuidado de no quemarlo y lentamente fue apareciendo la siguiente leyenda:

Si has conseguido llegar hasta aquí
alcanzarás lo que te propongas
el fuego que te sirvió para leerlo
úsalo ahora para quemarlo

            Quedé suspendida, temblando de miedo acerqué el papel a la llama y cuando el fuego lo consumió, experimenté una tranquilidad que no sabría explicar, me sentí tremendamente cansada y me acosté. Abrí los ojos pensando en el elegante caballero del sombrero, pero por más que me esforzaba, no podía recordar su cara. Desayuné con gran apetito, me vestí y fui a abrir la tienda. Aquel día no daba abasto con tanta clientela, ni al siguiente, ni al otro….
            Hoy, cercana a la ancianidad, solo me resta hacer balance de todos estos años. Hace una semana murió el que ha sido el hombre de mi vida, tuve con él y aún los tengo, tres hijos maravillosos a los que dejé la cadena de tiendas de antigüedades más grande del país. He viajado por todo el mundo, y ahora vivo retirada en este viejo caserón donde enterrada al pié de un roble, dejaré para siempre esta caja junto con el misterio que marcó mi vida. Creo que la abuela no logró desvelarlo y yo, hace mucho que dejé de hacerme preguntas, ahora tan solo espero, que nadie la encuentre jamás.

                                                                                



Joder

JODER
            Hace tiempo ya que debía de haberme sacudido el polvo que cubría mi cuerpo por completo. Pero ahora, adherido por defecto y durante años a esa dinámica autodestructiva, me iba a costar deshacerme de los parásitos que me rondaban sin descanso, para lograr apartar toda rémora que pudiera impedirme iniciar una nueva vida. Cómo explicarle a la zorra enfermiza de Alicia que ya no deseaba sus improvisadas felaciones en los lavabos de cualquier antro, cosa ésta que antes me ponía cachondo de veras, pero de la que también estaba decidido a prescindir. La última vez ni siquiera se me empinó el pijo por mucho que ella se esforzara, tenía la cabeza hecha una madeja y mi apetito sexual había desaparecido. Y cuando me insinuó que se lo haría allí mismo con otro hombre, a sabiendas de que aquello me enervaba hasta el punto de cogerla por la fuerza y violarla como a ella le gustaba, ni me digné a responderle, sólo la miré con hastío y le indiqué con un movimiento de cabeza al tipo del rincón, uno que la observaba como la rapaz a su presa y que advertí se relamía dispuesto a pescar en aquel río, a todas luces revuelto. Ella entonces se dirigió hacia aquel hombre tan resuelta como siempre, le susurró algo al oído y se lo llevó a los aseos. Yo aproveché entonces su ausencia para marcharme de allí.
 Cómo decirle al patán de Javier que no quiero volver a verlo nunca más, que ya estaba harto de costearle sus muchos vicios y que nada tenía que ver con el hecho de que se acostara con Alicia. Que conocía sus escarceos desde siempre porque ella me los contaba, en principio para torturarme, luego para desahogarse. Nunca supo mantener la boca cerrada, en ningún sentido. Y aunque no podría jamás tener la certeza de que me contaba la verdad, estaba en cierto modo seguro de que lo hacía. Aunque solo fuera por los detalles imposibles de inventar, que añadía siempre a sus relatos y hazañas en alcobas desconocidas, o en los lavabos de una discoteca, o en el asiento de cualquier coche, o en el recoveco de algún oscuro callejón, que Alicia se daba a gozar poniendo a los hombres en un brete, y como ninguno se resistía... El iluso de Javier todavía cree después de tres años que soy un cornudo ignorante, y que algún día, por la amistad que él cree nos une y por el dinero que me debe, se verá muy a su pesar en la obligación de contármelo todo. Le escribiré una carta de despedida y le ahorraré ese disgusto, de todas formas nunca iba a encontrar el valor necesario para consumar esa sinceridad de la que tanto alardea y por lo que todo el mundo deduce que en realidad es un mentiroso incorregible. La misma carta le pienso enviar a Gerardo, que también se mete en la cama con Alicia cuando a ella le viene en gana, y que son muchas veces, pero bastantes menos de lo que a él le gustaría. Sé que se va a sorprender cuando la lea, pero pensar que ahora tendrá vía libre para llevar a cabo sus pretensiones de tener a Alicia para él solo, cosa del todo incierta, lo va a alegrar, lo sé. Luego que se lleve el chasco, cuando le proponga una relación más formal. Una que implique el irse a vivir juntos y la fidelidad y todo eso. Ella lo rechazará no falta de sorna, con un desprecio que lo hundirá en la mierda. Así es Alicia, tan imprevisible para todos, como predecible para mí. Tan caliente en ocasiones, como frígida cuando se lo propone.
Ya no tendré que soportar más a Victoria, siempre alertándome cuando se emborracha, de que su amiga del alma, la guapísima Alicia, se acuesta con todo el mundo y me engaña con el primero que pilla. Siempre anteponiendo que es su amiga de toda la vida, pero que yo no merezco lo que me hace, porque soy un tío estupendo y además rico, y podía tener a la tía que quisiera comiendo de mi mano, por no decir otra cosa. Pero por muy deslenguada que se pone cuando bebe, nunca me ha dicho que también se lo hace con ella cuando les viene a ambas la nostalgia de su juventud, de aquellas noches de estudio en las que experimentaban el sexo lésbico entre lección y lección. A victoria le escribiré diciendo que también lo sabía, desde el primer momento, pero que no sufra ni se sienta en deuda conmigo, que esa noche de lujuria y placer que por respeto a Alicia siempre dejamos para otra ocasión, seguirá pendiente, eternamente pendiente.
            ¿Pero y Armando, qué le digo a Armando? Él es el único hombre honesto que conozco, la única persona cabal, un ingenuo que vive enamorado de Alicia y que tuvo además los santos cojones de venir a contarme que se había acostado con ella. La tercera vez, claro, que las dos anteriores y todas las que vinieron después se las calló. Por no herirme, supongo. Pero se le notaba tanto cada vez que lo hacía… Y no porque yo lo supiera, pues Alicia me daba cumplida cuenta un rato después, sino porque tardaba unos cinco o seis días en retomar la confianza conmigo, y me hablaba como a un desconocido al que no deseas molestar por nada del mundo. Hasta llegar a adularme incluso.
            ¿Y a Manuela qué le digo? La verdad es que no sé porque tendría que decirle nada. Ni a ella ni a nadie. ¡Qué cojones! No tengo por qué dar cuentas y aquí estoy: sentado en un taxi camino del aeropuerto y dándole vueltas a estas meditadas justificaciones. Qué se joda Manuela, qué se joda Alicia y qué se joda todo el mundo. De todas formas, tiene hasta gracia, van a seguir jodiéndose todos unos a otros cuando yo no esté. No, mejor aún, van a joder a sus anchas. La única que va a sufrir mi ausencia será Alicia, que ya no podrá contar a su pareja la retahíla inacabable de infidelidades. Bueno, la verdad es que cuando sepan mañana que además de irme he vendido la empresa y que van a ir todos a la puta calle… Me van a maldecir durante meses. Qué se jodan, qué se jodan todos. Y si no que intenten comprar la voluntad del nuevo propietario, quién sabe, a lo mejor a don Camilo, a sus setenta y pico años no le viene mal un poco de agitación y se deja persuadir por Alicia. Desde luego, nadie como ella para despertar el morbo, el deseo y la lascivia. Conoce a un hombre con sólo mirarlo unos segundos, o tal vez tiene razón cuando dice que somos todos iguales, que pensamos más con la cabeza de abajo, la cual alberga, según ella, una única neurona, programada para un solo trabajo. No, no es por eso, de sobra sabía ella que no bastaría con abrirse de piernas para conquistarse al jefe, o sea yo. No, eso le habría valido nada más que la primera vez. Y con menos hubiera tenido, con una simple insinuación, porque Alicia no sólo es guapa a rabiar, además tiene un cuerpazo que sabe contonear con un garbo tan natural que parece estudiado. Unos pechos exuberantes que me obligaron a tragar saliva la primera vez que me los ofreció. Sus piernas son increíbles, no duda en cruzarlas cada vez que observa a un hombre mirárselas, normalmente el tipo eleva la vista y se encuentra con esa mirada sensual que te invita y te reta. Pero su risa… Cuando ríe a carcajadas por un chiste obsceno o un comentario picante, Armando se corre de gusto. Debo reconocer que no hay cosa que me excite más que verla reír, todo se le puede perdonar, solo me invade un deseo irrefrenable de hacerle el amor, no puedo evitarlo, mucho más cuando tengo plena seguridad de que en ese preciso instante, todos los hombres que puedan hallarse a su alrededor están rabiosos por llevarse a la cama a la ardiente y siempre dispuesta Alicia. Y por eso, por darme una satisfacción y henchirme de soberbia, suelo agarrarla por la cintura cuando ella se desternilla de risa, para que todos me envidien. Y es que la envidia ajena cuando tengo a Alicia entre mis brazos me proporciona una sensación impagable, lo confieso. Y unas erecciones que no tienen nombre. Y cuando delante de todo el mundo le propongo un polvo fugaz, y ella en vez de poner reparos se deja llevar otorgándome una sutilidad que no tengo, conteniendo la respiración y mordiéndose un labio, para a continuación exhibir sin pudor el deseo de ser poseída. Me da la impresión, se excusara a veces con todos los presentes, comunicando sin palabras algo así como: me lo haría con cualquiera de vosotros, sabéis que no sé decir que no, pero “él” siempre será el primero. Entonces es cuando la penetro brutalmente y en segundos ambos alcanzamos el clímax, el éxtasis puro. Sólo yo por mi forma de tratarla, de dominarla, consigo satisfacerla, o cuando menos le procuro unos buenos orgasmos la mayoría de las veces, porque satisfecha, lo que se puede llamar verdaderamente satisfecha, no lo está nunca. Es insaciable, una ninfa traviesa a la que todos desean y codician. Y yo, que puedo yacer con ella siempre que me apetece ¿voy a renunciar a ello dejándola perder, como el que se deshace de un coche viejo? Eso añadido a que no he tenido ni tendré una secretaria más eficiente, ni más complaciente.  En los años que llevo con ella no he oído la palabra no en boca de un cliente. Y si alguno vacila lo más mínimo a la hora de llegar a un acuerdo, ya está ella presta a disipar esas dudas y en unos minutos se lo lleva al huerto. ¡Dios, cómo me pone esa manera suya de serme infiel! Descarada al principio, luego viene a implorar mi innecesario perdón con sus falsos pucheros de niña mala, jugamos a reconciliarnos fornicando como descosidos y aquí no ha pasado nada. ¡Dios, cómo me pone esa mujer! Ya la estoy echando de menos y hace nada más que un rato la dejé dormidita en su cama. En “su” cama… Cómo me pone esa mujer, cómo me pongo de cachondo con tan sólo pensar en ella.
Creo que el taxista se ha dado cuenta de algo, porque desde hace un rato no para de lanzarme miradas furtivas a través del espejo retrovisor. Soy, y siempre he sido una persona muy expresiva, lo sé, me lo han dicho muchas veces, es algo innegable. Se me da muy mal mentir y peor disimular, soy incapaz de velar una contrariedad, de ocultar un pequeño disgusto,  menos aún de contenerme expresar lo que verdaderamente siento, lo que de verdad anhelo y deseo. Seguro que llevo un rato resoplando y suspirando sin querer, por eso el conductor ha advertido este estado de ansiedad. De pronto tengo que aceptar lo mucho que me atormenta. Ya sé lo que haré: vuelvo, entro con sigilo en su cuarto, me la follo por última vez y me voy. Solo una vez más, el último polvo. O mejor: paso el día entero con ella sin salir de la cama y luego me voy. Cuando ya no pueda más de verdad, cuando quede exhausto de tanto tirármela, tanto como para aborrecerla de verdad. Entonces me iré para siempre. Aunque estoy pensando en pasar después por casa de Victoria para que saldemos la deuda que tenemos pendiente, eso contando con que me queden fuerzas y ganas todavía, que no sé, después de una sesión loca con Alicia… ¡Dios! La imagino despegando los párpados con dificultad por el sueño, gimiendo desconcertada mientras yo busco su sexo, desesperado por hacerle el amor una vez más, una más, la última. Joder, cómo me mira ahora el taxista. Joder. Cómo se me deben notar las ganas que tengo de… ¡Joder! Eso, de joder, de joder…
¡Chófer, dé media vuelta, de media vuelta ahora mismo!
Yo me doy media vuelta ahora mismo, Paco, pero para seguir durmiendo. Son las tres de la mañana y te toca darle el biberón a tu hija. Yo también tengo que madrugar.               
               Joder.

            Y el joder ya ves lo que trae.

jueves, 22 de diciembre de 2016

FLACO

                                                                  FLACO

            Para Quinto Pomponio Flaco, ciudadano romano de la orden ecuestre, aquella era una mañana como otra cualquiera. Ignorante del radical cambio que experimentaría su vida unas horas después, se levantó tarde, como de costumbre, realizó sus abluciones y desayunó con el apetito que generalmente le provocaba la gran ingesta de vino de la noche pasada. Acto seguido, se irguió de su silla con un sonoro pedo, dando dos palmadas al aire para que el buen Mamerto apareciera al instante con un par de sandalias en una mano y la toga de ordinario en la otra, pues como cada día, ayudaba a su amo a doblar cuidadosamente los pliegues de la misma.
            -Ni que estuvieras detrás de la puerta-, le reprochó un suspicaz Flaco.
            -Estaba detrás de la puerta, amo Pomponio- reconoció avergonzado.
            -Mmmmm- lo disculpó y quedó mirándolo con los ojos entrecerrados, como si no lo conociera. Pero si lo conocía, ambos se conocían, no en vano, su padre lo compró pensando en su educación cuando su madre aún estaba encinta de él, y aún estuvo del niño más cerca de lo esperado desde el primer día de vida, ya que la desdichada murió en el parto. Cuando años después faltó también el padre, lo heredó junto con el resto de los bienes y pasó a convertirse así en padre, madre, educador y preceptor.
            Era el viejo Mamerto el colmo de la virtud, a veces hasta exasperarlo, todo lo que se desea y nunca se espera de un esclavo. De origen griego, tenía conocimientos de Física y Astronomía, Cálculo, dominaba la Retórica igualmente en griego o en latín, pero entre éstas y otras muchas cualidades, tenía también la de ser el mejor cocinero de Roma. Esto último, jamás pasaba inadvertido para algunos de los invitados a las cenas que de tarde en tarde organizaba para agasajar a algún cliente o amigo. Fueron muchas las ocasiones en las que lo tentaron a desprenderse de él, ofreciéndole a cambio autenticas fortunas, y otras tantas las que hubo de rechazar sin pensarlo siquiera. Lo quería demasiado, lo quería y además lo necesitaba. Fue a consecuencia de estas ofertas cuando imaginó por primera vez una vida sin él, desechándola al instante por la tristeza que le causaba. Fue también ahí, cuando quiso observar la vida desde el prisma del esclavo e intentó meterse en su piel, sin conseguirlo. Pero la diosa Fortuna, que en su rodar aleatorio fuerza el destino caprichosamente aun sin desearlo, le sonreiría de un modo extraño precisamente la noche anterior.
            -Amo Pomponio, yo…
            -Lo sé, lo sé, Mamerto-, interrumpió Flaco, –me consta que escuchaste al detalle todo lo que se habló anoche durante el trascurso de la cena.
            Su amigo Poncio Craso había llegado en litera, se bajó de la misma con la dificultad acostumbrada, a pesar de que sus esclavos se esforzaban denodadamente en ayudarlo a conseguir la verticalidad. Logrado el objetivo y tras las pertinentes salutaciones, pasaron al atrio de la casa, donde un gran banquete les esperaba. Una vez servido el vino, el anfitrión ordenó a la servidumbre se retirara a las cocinas, donde ofrecerían un refrigerio a los esclavos de su huésped, obteniendo de paso la intimidad que la ocasión requería.
-Tengo que contarte algo-, comenzó la conversación Craso.
            Había llegado a sus oídos que el mismísimo Petronio, el mayor adulador de la corte, el favorito del César, conocedor de las dotes culinarias de Mamerto, vendría decidido a comprarlo al precio que fuera para regalarlo a Nerón. Mientras nuestros dos amigos conversaban, en otro lugar de la casa, la servidumbre bromeaba acerca del enorme peso que debían transportar cada vez que el amo Craso necesitaba trasladarse, a excepción del viejo Mamerto, que como buen mayordomo solía estar en todas partes.
            -He decidido manumitirlo-, anunció Flaco.
            Había tenido noticia del rumor y aquello no hizo sino acelerar un proceso que llevaba tiempo rumiando.
            -Mañana tengo cita con un magistrado, él aún no lo sabe, pero en unas horas será un hombre libre, nadie podrá comprarlo ya. Nunca.
            Brindaron por el futuro liberto y tras vaciar las copas de un trago, lo vieron entrar aun sin ser llamado para escanciarles el vino con una delatora sonrisa en la cara. Lo observaron en silencio y esperaron a estar a solas de nuevo para seguir disfrutando del ágape en la más absoluta confidencialidad.
            -¿Te has fijado en mi nuevo esclavo?- Comentó Craso bajando el tono de voz.
            -Supongo que te refieres al enorme nubio que te acompaña-, contestó Flaco reprobador, conocía perfectamente las inclinaciones sexuales de su amigo. Y aunque él gozara en ocasiones de la compañía de algún efebo, ni compartía ni entendía, como buen romano, el placer de ser el sujeto pasivo en una relación homosexual, así que escuchó con infinita paciencia cómo Craso le pormenorizaba acerca del imponente poderío físico del nubio, y se entusiasmaba hablando del tamaño y vigor de su miembro viril.
            -¡Basta, basta!- Alzó los brazos Flaco visiblemente irritado.
            Craso carraspeó a modo de disculpa e inmediatamente orientó la conversación a temas más triviales.
            -Me encanta venir a comer a tu casa, Flaco.
            -A mí también me encanta que vengas, pero un día de estos vas a reventar.
            -Puede ser-, farfulló Craso rebañando el contenido de un plato.
            La noche se fue diluyendo junto con la comida y el vino, y decidieron poner fin a la reunión. Flaco salió al pórtico para contemplar como los cuatro esclavos se afanaban en la tarea de instalar a su amo en la litera. El espectáculo lo dejó mudo. Estático y con las cejas enarcadas, sólo pudo levantar un poco la mano para decirle adiós.
            -No insistas Mamerto, no daré marcha atrás. Además, aún soy tu amo ¿no? Pues ponte tu mejor túnica y acompáñame al Foro.
            El pobre Mamerto, que no había pegado ojo en toda la noche, excitado con los acontecimientos que habían de venir, se abrazó a su amo agradecido y temeroso, pues aunque la única obsesión de cualquier cautivo no es otra que la libertad, él no dejaba de pensar en las posibles represalias, no de Petronio, el arbitro de la elegancia, como alguno lo había llamado, sino en las del César. Si un individuo como Nerón, capaz de ordenar la muerte de su propia madre, llegaba a interpretar aquello como lo que era: un ardid para eludir a su augusta persona, las consecuencias podían ser imprevisibles. Como así lo fueron, pero no adelantemos acontecimientos.
            Ya tenemos a amo y esclavo camino del tribunal, sorteando a los numerosos viandantes que a esa hora de la mañana poblaban las bulliciosas calles de Roma. El primero delante, haciendo honor a su cognomen, pues ni la bien plisada toga conseguía disimular su extrema delgadez. El otro unos pasos mas atrás, como era preceptivo, vistiendo una túnica azul ribeteada y ceñida a la cintura, al modo griego. Todo fue muy rápido, como había dispuesto Flaco, simularon el juicio ordinario y obtuvieron una sentencia inmediata.
            -Lo que no entiendo son estas prisas-, inquirió el magistrado Fulvio.
            Flaco lo fulminó con la mirada.
            -Ya, ya: sin preguntas-, dijo al tiempo que guardaba la bolsa repleta de monedas que acababa de recibir de manos de Flaco.
            El camino a casa lo hicieron despacio, ahora el uno al lado del otro, como dos hombres libres. Flaco hablaba: -¿Cuánto hubieras durado en las cocinas imperiales, una semana? Cualquier sospecha o intento de envenenar al emperador hubiera recaído inmediatamente sobre ti. El nuevo, el recién llegado-, y terminó con la retórica.- ¿Sabes cuantos desean ver muerto a Nerón?
            El nuevo liberto asentía lleno de gratitud, pues en su entrañable ingenuidad no se le había ocurrido contemplar esta perspectiva. Pero ahora, en libertad y cercano a la ancianidad, solo deseaba vivir en paz el poco tiempo que le quedara de vida.
            - Que los dioses nos sean propicios, amo Pomponio.
            - Que así sea. Y deja de llamarme amo o nadie se lo va a creer.
            - Sí, Flaco.
            Nunca había escuchado su apodo en boca de Mamerto, le pareció que sonaba con una dulzura infinita. Y con estas pláticas iban llegando a casa, pero justo cuando se disponían a entrar fueron abordados por dos andróginos de una manera algo brusca. El primero de ellos empezó con voz chillona: –Tú debes ser Flaco y el viejo que te acompaña… ¿Es el esclavo llamado Mamerto?
            -¿Y a quién debo tanta arrogancia?– contestó el togado.
            -Te ruego disculpes a mi compañero-, intervino el otro en tono conciliador, -a veces se olvida del protocolo-, añadió al tiempo que lo apartaba a un lado.
            -Y también de la condición-, apuntó Flaco, que se daba perfecta cuenta de que se hallaba ante dos esclavos.
            Mientras el primero de ellos quedó callado y observando con menosprecio a Mamerto, el segundo continuó educadamente con su charla, se explicó: como bien había adivinado el équite, eran dos siervos, eunucos; esto sobraba, pues era palpable, que servían en casa de Petronio y que éste los mandaba a tratar con él la venta de un esclavo de su propiedad, un griego llamado Mamerto, que según había llegado a oídos de su amo, era un excelente cocinero. Terminó su exposición rogándole marcara un precio, que tenían autorización para negociar.
            -Has acertado en casi todo-, se dirigía en exclusiva a él, pues Apolodoro, que así se llamaba el otro, no hacía más que tasar a Mamerto con desdén, mirándolo de arriba abajo. -Excepto en un detalle de cierta importancia-. El horro, que hasta ese momento había permanecido inexpresivo, comenzó a dibujar en su rostro una infantil sonrisa que se iría acentuando paralela al discurso de su nuevo patrono. –Efectivamente: es griego; se llama Mamerto; es un maestro en los fogones, pero…es un hombre libre.
            Los eunucos giraron al unísono sus confundidas cabezas para mirar al aludido radiando satisfacción. Apolodoro fue tornado su desprecio en asombro, para pasar a la decepción y después a la envidia. De nuevo se volvieron hacia Flaco, que con una ceja enarcada y una mano indicando al Palatino daba por zanjado el asunto. Después que los vieron irse, mohínos, chillándose entre ellos con esa voz aguda tan peculiar, no pudieron contener la risa por más tiempo y ambos estallaron en sonoras carcajadas. Tras el hilarante trance, enjugaron sus lágrimas y quedaron mirándose durante unos instantes.
-Vamos a celebrarlo-, propuso Flaco, –iremos al Circo Máximo, ¿has visto alguna vez una carrera de cuadrigas?
Estaba excitado, conducido por la euforia, no advertía el cansancio que Mamerto acumulaba. Pero éste aceptó, no podía rechazar el ofrecimiento que le brindaban: recorrer las calles de Roma como un hombre libre. Por primera vez en su vida tenía el poder de decidir sobre sí mismo, estaba aturullado, la cabeza le daba vueltas, suspiró profundamente y se dejó llevar.
            -Flaco-, titubeó antes de pronunciar el nombre-, no he pisado el Circo en mi vida.
            ¡”Cúrrus, cúrrus”! El bramar era atronador. Ciento cincuenta mil romanos se impacientaban pidiendo a voz en grito el comienzo de la siguiente carrera, parecía que el descanso se prolongaba más de lo habitual, ellos ya habían visto dos, para Mamerto, más que suficiente.
            La primera de ellas se había desarrollado con normalidad, un par de abandonos como consecuencia de los impactos y algún caballo malherido. Pero la segunda fue mucho más emocionante, sólo cuatro de las doce cuadrigas que tomaron la salida consiguieron terminar la carrera. Flaco sonreía e intercambiaba saludos con un par de conocidos, de pronto, recordó que no había venido solo.
            -¿No te está gustando, Mamerto?
            No había necesidad de respuesta, su cara hablaba por él. Había pasado por las cercanías del Circo en infinidad de ocasiones, pero siempre rehuía de aquella multitud obsesionada que se abría paso a empellones para conseguir acceder al recinto. Sabía qué tipo de espectáculos tenían lugar allí dentro, pero nunca imaginó que se emplearan con tanta violencia, le pareció abominable. Pero lo peor estaba aún por llegar.
            -Sólo una carrera más-, solicitó Flaco.
            Asentía con desgana en el mismo momento que unas fanfarrias anunciaban algo con lo que no contaban, todas las miradas se dirigieron a un mismo punto: Nerón.                                                         Apareció ataviado con la púrpura imperial y secundado por un numeroso séquito. Su teatral saludo enardeció aún más a la chusma, el clamor se hizo insoportable. También ellos se volvieron para mirar, pues el palco de honor quedaba a su derecha, un poco más atrás. Distinguieron a los eunucos de pié, justo detrás de Petronio. Mamerto cruzó su mirada con la de Apolodoro y la tornó rápidamente hacia otro lado, demasiado tarde. A Flaco la sonrisa se le borró en un instante.
            -No te muevas-, sugirió Flaco, -aguantaremos aquí hasta que acabe la carrera. Venir al Circo ha sido una estupidez por mi parte, pero movernos ahora…
            Ya no podían ver cómo Apolodoro le hablaba al oído a Petronio, al tiempo que señalaba en su dirección. Nerón se interesó por el cuchicheo.
            -No es nada César, era sobre tu regalo de cumpleaños.
            -Pero…si aún faltan seis meses, Petronio.
            -Ya, es que…- Petronio le contó brevemente, restándole importancia al asunto. Cuando terminó de escucharlo, Nerón se volvió para ver al eunuco asentir indignado, señalándolos con el dedo. El César miró a Flaco, clavando su mirada en él durante unos segundos.
            -Ah, Petronio, me aburro.
            -¡Fabioooo!- El maestro de ceremonias corrió hacia el trono imperial.
            -Cuando digas César.
            Éste hizo un gesto de hastío, a la señal, la fanfarria volvió a sonar. Nerón miró de nuevo a Flaco, después compuso una mueca de asco y llamó al capitán de la guardia. El pretoriano se encorvó para escuchar al César, la carrera iba a empezar.
            El silencio era el suficiente para poder oír a los caballos, que tras las cárceres, piafaban de excitación. Éstas se abrieron en cuanto Nerón dejó caer el pañuelo, al sonido metálico de las rejas le siguió el estruendo de las cuadrigas, y a éste, el jaleo de la multitud. El Circo era una tormenta. Mamerto sudaba, tanto por los acontecimientos cómo por el calor del verano. Era la tarde de un diecinueve de julio, un día aciago para la Ciudad Eterna. Flaco intentó relajarse para disfrutar del espectáculo.
            Al principio una vuelta de tanteo, tras ésta, un avance hasta el extremo de la pista, y justo ahí, empezaron las hostilidades. La táctica era sencilla, al doblar el poste la pista se estrechaba, los participantes se cerraban el paso, provocaban la colisión y a esperar la suerte. Los aurigas, conscientes de la presencia del emperador, se emplearon a fondo. Para la cuarta vuelta se habían producido cinco abandonos, sólo quedaban siete carros, había más espacio para maniobrar, pero las colisiones serian más brutales. La chusma seguía vociferando, cada cual a sus colores. Los tres carros de la facción verde, todos aún en pista, ocupaban la cabeza. Al llegar al giro, el único de los blancos tenía tomada la posición interior y utilizó esta ventaja para cerrarles el paso, pero al rectificar en el giro partió el eje y se estrelló contra la barrera de protección. El improvisado obstáculo hizo frenar al resto de los carros, los dos verdes que corrían por el lado mas externo chocaron entre sí y lo arrollaron. La confusión fue espantosa, el auriga que venía en último lugar se encontró de repente con aquel embrollo, intentó esquivarlo y aunque los caballos lo consiguieron, el carro se enganchó y fue frenado en seco. El hombre saltó por los aires y se golpeó fuertemente contra el suelo, inmediatamente sacó el cuchillo e intentó cortar las riendas que llevaba atadas a la cintura. Los animales, libres de lastre, corrían hipnotizados, lo arrastraron hasta la siguiente curva estampándolo contra la pared y ahí perdió el cuchillo, y probablemente la vida. Ooooh, se lamentó el graderío. Fue arrastrado como un pelele durante las dos vueltas que quedaban para finalizar. Resultado: de las tres cuadrigas que quedaron, la de los verdes llegó en primer lugar, aquello satisfizo al populacho, pero mucho más a Nerón. Para ello hubo que sacrificar a doce caballos, dos hombres estaban heridos de gravedad y otro más no vería la luz de un nuevo día.
            -Quiero irme-, la voz de Mamerto sonó apagada, trémula.
            -Vámonos-, aceptó Flaco buscando el vomitorio más próximo.
            Ya en la calle, ambos se miraron de un modo extraño, tenían cierto malestar y se les reflejaba en el rostro.
            -Necesito ir a las letrinas-, suplicó Mamerto.
            -Yo también-, coincidió Flaco acelerando el paso.
La tensión que tuvieron que soportar en el Circo les aceleró una indigestión provocada por la perca que un tabernero les ofreció un par de horas antes a un precio magnífico, ahora sabían por qué. Se alejaron del bullicio rodeando el Palatino y tras varios intentos infructuosos, por fin encontraron unas letrinas con plazas libres. Aliviaron sus cuerpos y conversaron en voz baja. Flaco expresaba su deseo de terminar la juerga con vino y mujeres, pero el nuevo liberto sólo pensaba en volver a casa, estaba agotado. Su primer día como hombre libre, curiosamente había sido uno de los peores de su vida. Además, aún sentía cierto recelo hacia los eunucos.
            -No te preocupes por los castrados-, lo tranquilizaba Flaco.
            -Quiero volver a casa-, solicitaba Mamerto. -Estoy cansado, ve tú, por favor-, incitaba advirtiendo en él la necesidad de aliviar otras partes de su bajo vientre. -Y no abuses del vino-, terminó por decirle a la vez que se marchaba.
            Flaco lo vio alejarse, le había hablado como un padre. Qué necio y egoísta se sintió, debió de haberlo manumitido muchos años atrás, él nunca lo hubiera dejado solo. Incluso cuando enviudó, al poco de casarse, (ella murió en el parto junto con el niño), fue su único consuelo. Reafirmó su decisión de compensar aquel mal trecho balance. Embutido en sus pensamientos, encaminó sus pasos hacia la Subura. Dos tipos lo observaban a cierta distancia, lo siguieron.
            Se adentró por las calles calculando que aún le quedaban unas horas de luz, pues la Subura de noche era un barrio altamente peligroso. Llegó al lugar que buscaba, lo conocía. La Loba Oscura era una taberna de mala muerte regentada por un viejo liberto de origen libio y atendida principalmente por mujeres africanas. Flaco había ido allí en busca de Yaya, una joven nubia de piel de ébano y carnes generosas pero firmes, que se prestaba a toda clase de juegos. Pidió vino y se sentó, no la veía, decidió esperar. Dos nuevos clientes entraron y se sentaron en un rincón, a Flaco le parecieron pretorianos en día de permiso. En otra mesa, un grupo de amigos brindaban alegres. Una mujer con peluca rubia y la cara maquillada se acercó para servirle vino insinuándose, él la rechazó cortésmente, ella no se molestó, lo había visto otras veces. Sin necesidad de preguntar, la mujer le susurró al oído que Yaya no tardaría en salir, él se lo agradeció con una moneda. Después llevó una jarra y dos copas a la mesa del rincón, los recién llegados la invitaron a sentarse, ella accedió encantada dedicándoles una pícara sonrisa e inició una conversación de forma jocosa y desvergonzada, pero como ellos bajaran el tono de voz, la sonrisa le desapareció del rostro. Miró a Flaco, después posó sus ojos en el propietario. El tabernero, perro viejo en su oficio, le devolvió la mirada mientras simulaba estar ocupado, algo no iba bien. Entonces ella se levantó, pasó junto a la mesa del équite y éste le hizo un gesto con la copa vacía, ella lo entendió y le indicó que esperara, después cruzó unas palabras con el viejo libio y se perdió hacia el interior. A continuación, uno de los que ocupaban la mesa del rincón se levantó y se fue sin más. Flaco ni lo advirtió, estaba pensando en Yaya, le encantaban sus felaciones, con aquella boca grande de blanquísimos dientes y su lengua áspera y dura. Pero Yaya tardaba, el vino tardaba. Miró hacia fuera y comprobó que aún era de día, se tranquilizó.
            Tres furcias salieron a hacer su trabajo, pero ninguna se le acercó. Fueron directamente a la mesa que daba algo de ambiente al lugar, estaban beodos. Entonces el tabernero le trajo a él una jarra y se la dejó encima de la mesa, Flaco se lo agradeció y se dispuso a seguir bebiendo, y a seguir esperando. Así estuvo durante una hora, tras la cual, cinco romanos entraron y se fueron a sentar junto al solitario habitante del oscuro rincón. Enseguida, el viejo libio se deshizo en atenciones hacia los nuevos clientes. Flaco se extrañó un poco, sobre todo por la insólita indumentaria de uno de ellos, al que no conseguía ver la cara, oculta tras un estrafalario sombrero. En ese preciso instante apareció Yaya con otra jarra de vino, a nuestro amigo se le iluminó la cara. Ya estaba oscureciendo pero Flaco no reparó en ello, a partir de ese momento sólo tendría ojos para ella. Le reprochó la tardanza con fingido enfado y aunque conversaron durante un buen rato, los vapores del vino no le permitieron advertir en ella una frialdad inusual. Terminó de un trago el contenido de su copa y aunque se resistiera en un principio, Yaya, obviándolo, volvió a llenársela de nuevo. Dos chicas se levantaron con sendos clientes buscando un lugar más íntimo. Flaco, al verlos pasar, miró solícito a Yaya, estaba borracho y quería sexo, lo exigía. Ella miró al rincón, donde todos la observaban en silencio, luego miró a Flaco, lo agarró y se lo llevó.
            Se desnudaron en un instante, en la habitación, dos lucernas iluminaban un colchón que dejaba mucho que desear, la tenue luz se reflejaba en la atezada piel de la nubia, más cuando ésta comenzó a untarse el cuerpo de aceite. Aquello excitó a Flaco, que ya podía presumir de una considerable erección. Entonces Yaya se acercó con un pañuelo y se lo puso en los ojos.
            -Hoy probaremos un juego nuevo-, dijo ella.
            Flaco se estremeció, sintió como lo cogía por las axilas y lo soltaba en la cama como a un muñeco. Se dejó llevar, estaba ebrio y contento. Ella comenzó por hacerle una felación, como a él tanto le gustaba, acariciándole los testículos, ora con el dorso de la mano, ora con sus hermosos pechos. Después bajaría con la lengua hasta un lugar mas profundo. Lo que flaco no podía ver, eran los dedos de Yaya buscando un poco de aceite  para con un sutilísimo trabajo, introducirle uno muy lentamente en el ano.
            -¡Ahhh!- Flaco se sorprendió. –Eso no me lo habías hecho nunca-.
            -Tranquilo-, susurró Yaya acariciándolo suavemente.
            Continuó con la felación sin sacarle el dedo, hasta el final. El vino y el éxtasis lo hicieron estallar en una eyaculación portentosa, acabó exhausto, jadeó, pero no podía moverse, entonces Yaya le dio la vuelta y apareció su esmirriado culito. Sonreía como un niño, había disfrutado mucho, estaba borracho y a merced. Ella siguió hurgándole, después notó como se le echaba encima, él seguía con la misma cara de tonto, babeaba. Ahora sintió algo que le pareció más blando que un dedo, lo que contrastó con la sensación de tenerla a ella encima. Pero lo que de veras lo dejó en suspenso fueron las fuertes manos que lo tenían cogido por los hombros. Fue penetrado y apagó un grito. Echó una mano atrás y palpó un culo que no era el suyo, ni el de Yaya. Se espantó y quiso quitarse el pañuelo que lo tenía cegado, pero le agarraron los brazos y ya sólo pudo soportar las embestidas inmovilizado. Oyó cómo la estancia se llenaba de risas y sintió miedo.
            -¿Te queda mucho Marco?- La voz que escuchó hablaba con autoridad.
            Le quitaron la venda de los ojos para encontrarse la cara de Nerón a un palmo de la suya, que dedicándole una sonrisa sardónica la dijo al oído: -¿Crees que un hombre puede eludir su destino?
            Justo entonces un pretoriano irrumpió. -¡César, la ciudad está ardiendo!
            Nerón miró al sodomita, éste se vació con un par de sacudidas y todos salieron corriendo. Flaco quedó en la cama, aturdido, estupefacto. Permaneció allí durante unos segundos, después cogió sus ropas y se vistió. Caminó despacio hasta el umbral de la taberna, sólo quedaban las chicas y el libio. Lo miraron en silencio, Yaya con tristeza. Se fue sin pagar, pero nadie le reclamó nada. En la calle, la gente corría de un lado a otro sin reparar en él, siguió andando confuso y comenzó a juntar las piezas. Los silenciosos clientes del rincón; los que llegaron más tarde: Nerón y su guardia personal, que acostumbraban a escoltarlo en sus famosas correrías por la Subura; la tardanza de la etíope. La buena de Yaya, coaccionada, se limitó a prepararlo para que no sufriera demasiado. “¿Crees que un hombre puede eludir su destino?” Las palabras de Nerón resonaban en su mente. No, pensó, ni siquiera el César, pero ya no podía decírselo. Levantó la cabeza para despejarse un poco y arrastrando la toga llegó hasta casa.
            Allí estaba Mamerto junto a los otros esclavos, asustados y expectantes con la noticia del incendio. Vieron llegar al gordo Craso, que caminaba asfixiado, ya que correr no podía. Hablándole con dificultad le solicitó amparo, pues su casa, explicó, corría grave riesgo de ser pasto de las llamas, como así fue dos días más tarde, el incendio no se sofocaría hasta la sexta jornada.
            -¿Te ocurre algo, Flaco?–, dijo Craso ya dentro de la casa. -¿Qué manera es ésa de llevar la toga?
            Flaco lo miró despacio, sin responder.
            -Ven, siéntate-, lo invitó Mamerto.
            -No sé si podré-, contestó para dejarlos extrañados, interrogantes.
            No se hizo esperar y pasó a contarles lo sucedido con todo lujo de detalles, cuando hubo terminado, quedaron durante un buen rato en silencio. Mamerto lo miraba enormemente afligido, tras unos instantes, Craso habló al fin: -Estamos jodidos-, de inmediato se llevó la mano a la boca, pero ya estaba dicho.
            -Lo peor no es que te jodan-, contestó Flaco mirando a un punto lejano, y añadió: -lo peor es que además te guste.
            Asombrados, con los ojos como ventanas, exclamaron al unísono: -¿¡Flaco!?         

              





EL RATÓN

EL RATÓN

            Aquella noche aguardaba con la habitual cautela, agarradas mis patitas al borde del agujero, estático, auscultando los sonidos que solían sucederse uno tras otro a la hora del cierre. La puerta acristalada creó el silencio, las persianas metálicas tronaron para romperlo y su eco dejó el vacío, después, un agradable calorcillo recorrió mi cuerpecito hasta las orejas, con ese cosquilleo que por fin me procuraba el esperado alivio, por fin me hallaba en la más absoluta soledad. Olfateé precavido, por si acaso, y engurruñiendo el hociquito me deslicé por el inmenso desfiladero que quedaba entre el armario y la pared. Aquel era mi hogar, la vieja caja de puros que un día resbaló desde lo alto del estante y quedó para siempre en el olvido. De oloroso cedro, hube de esforzarme al principio para roerla, el único cigarro que contenía me sirvió para esparcirlo picado y hacer mi cubil más cálido y confortable, una casa fantástica, pensé mirándola con mis negros ojillos antes de dejarla atrás. Me giré de nuevo en redondo y corrí silencioso hasta llegar a la puerta del despacho, eternamente entreabierta. La traspasé acariciando el quicio con mi peludo costado y volé después en línea recta hacia la tienda, describiendo luego un arco para plantarme frente al largo pasillo que conformaba la hilera de vitrinas y las estanterías que copaban por entero aquella pared. Todo cuajado de conservas, salazones, embutidos, quesos... El techo soportaba un sin fin de jamones y paletillas. Contemplé mi destino: la puerta al final del corredor, me lancé hacia ella rozando con los bigotes los bajos de los expositores. La encontré como de costumbre, ligeramente abierta. Penetré en la oscura sala y me dirigí a tientas hasta el montón de cajas que se apilaban junto a las cámaras frigoríficas, escalé aquella torre de plástico y una vez arriba, sólo tuve que desplazarme con innecesario sigilo hasta quedar frente a la ansiada recompensa: el taquito de queso gruyere y el trozo de galleta que cada noche y de manera anónima, alguien dejaba para mí en el polvoriento altillo.
            No siempre fue así, bien lo recuerdo. Ocurrió sólo unos días después del atraco, un robo que milagrosamente conseguí abortar, pues los cacos habían logrado desactivar la alarma y ya los podía oír forzando los cierres para entrar. Me apresuré como nunca, no se porqué lo hice, pero creí que no debía consentir que aquello ocurriera si sabía cómo impedirlo. Tenía que trepar por las cortinas, caminar luego por el riel y dejarme caer al capialzado, para meter mi hocico por el tubo que conducía los cables de la alarma y roerlos hasta que hicieran masa entre ellos. La sirena comenzó a bramar estridente, los ruidos en los candados cesaron y un motor diesel rugió con estrépito, hasta que al poco su estruendo se diluyó en la madrugada. Hinché pecho victorioso y respiré satisfecho. Un rato después llegó la policía, y don Pedro, el dueño, y ya entrada la mañana vino el cerrajero a cambiar los destrozados cierres. Y el técnico que debía comprobar la alarma, que si bien funcionó como debía, le dijo don Pedro, por alguna causa era imposible que callara si no era desconectada. Escuché con nitidez esta conversación, invisible en mi caja de puros. Y también pude oír a la perfección como aquel operario, antes de irse, le decía que algo misterioso había hecho saltar la alarma, que había sido previamente desactivada y puesta a zumbar después, como si un duendecillo, dijo, hubiera pelado los cables para contrarrestar la treta de los ladrones. Me inquieté de pronto con esta revelación, me sentí estúpido, delatado de mí mismo, pensé que podían ponerlo todo patas arriba y descubrir mi guarida, acabarían conmigo, o si con suerte escapaba sería para decir adiós a esa vida regalada de ratón de almacén. No fue así, nada se movió de su sitio y nadie fue a hurgar detrás del armario, donde yace mi refugio. Y sin embargo, desde entonces comencé a recibir aquel merecido premio.  En fin, royendo mi trocito de galleta comencé una noche más ha hacer repaso de la plantilla, de su actividad, de sus movimientos. Sospechaba del dueño, claro, ¿pero qué clase de ser humano va a sospechar que un ratón sea capaz de semejante proeza? Tal vez su hija, pero pronto la descarté, la muchacha solo venía a la tienda viernes y sábado a echar una mano a su padre con el papeleo. No, debía ser alguien de frecuencia diaria, pues diario era mi almuerzo. Con estas intrigas anduve tentado un tiempo y apunto estuve de roer un queso de las vitrinas, a ver si así conseguía que alguien se pusiera nervioso o se comportara de un modo extraño, pero era demasiado arriesgado, una niñería que acabé por desechar. Ya era discreto antes de aquella anónima relación y por nada del mundo quería romperla. Nunca mis patitas dejaron huella en los patés, no pisé jamás expositor alguno, tales eran mis dudas y mis prisiones, y con esa prudencia solía conducir mis asuntos. Siempre me nutrí de los desechos: ya eran abundantes, siempre me moví en la sombra, cauto, prudente, podría incluso aseverar que nadie en el almacén había llegado alguna vez a visualizar mi ratonil figura. Aunque aquella noche, repantigado panza arriba y abrazado a mi gruyere, ya gozaba de saber que alguien se acordaba de mi cada día, lo cual era tan desconcertante como placentero, ¿pero quién podría ser?, me preguntaba mientras comía. Luisito. Esta cena se viene depositando aquí religiosamente desde antes de que él llegara, hace solo una semana: descartado. Amparo es un sol, madre de dos niños, rolliza, rubicunda, amable, siempre está sonriendo, pero si tiene más papeletas es por un deseo personal: me encantaría que fuera ella la que mete aquí la mano para alojar tales manjares, es una de mis ilusiones, me gusta Amparo. Andrés ya atendía el negocio cuando llegué, tiene veintidós años, el rostro aún corrido de acné como un púber y una frenética actividad que lo obliga a acudir con más frecuencia de lo común al cuarto de baño para ejercitarse en actos que por evidentes me excusaré de pormenorizar. Y es precisamente por eso, por esa enajenación en la que vive, por lo que no creo sea Andrés. Ya sólo me queda Matilde, la bruja Matilde. Si ella tuviera la más mínima sospecha de que un ratón habita en este lugar, una de dos: hubiera huido con promesa de no regresar hasta tener certificado de mi muerte, o ella misma me habría matado, a tiros. Es una empleada eficiente, don Pedro le tiene mucho aprecio, pero es seca, fría, reservada, es una guapa solterona que no ha conocido varón, creo que por no encontrar uno digno de su mayestática persona. Es vehemente, soberbia, orgullosa, egocéntrica, todo lo dispone y en nadie confía, la verdadera jefa, manda más que don Pedro. Es la primera en espantar a cualquier perro callejero que pretenda husmear a la entrada, y asegura padecer alergia a los gatos, o eso dijo aquella vez que echó uno fuera de la tienda de un certero puntapié. Creo que odia a los animales, que odia a todo el mundo, que odia sólo porque no es capaz de enamorarse, tan estirada ella, jamás exterioriza sus emociones. He pensado alguna vez en plantarme delante del espejo cuando se retoca el maquillaje, a ver si la mato del susto, pero no, no es propio de mí desearle la muerte a nadie, aparte de ser yo el que tiembla sólo de pensarlo. Debo por mi bien desechar tan abyectos pensamientos y continuar en anónima y anodina existencia… Y en estas elucubraciones me devanaba el seso cuando mordisqueando mi trocito de queso debí quedarme dormido.
            Me despertó el bramido metálico de la primera persiana, fue como salir de repente de una pesadilla, estaban abriendo y me intentaba desperezar a millones de años luz de mi agujero. Quise tensarme sobre las patas, pero no me respondían, extrañado, confuso, narcotizado, no me quedó otra que agazaparme y esperar a que la tienda abriera sus puertas, temblando, mientras los empleados se preparaban para enfrentar una larga y singular jornada de trabajo: habría zafarrancho. Y no puedo decir que la inquietud que me tuvo en vilo aquel día entero viniera provocada por alguna mortal amenaza, me sentía seguro en mi atalaya, inmovilizado pero tranquilo. Desde aquel altillo disponía de una situación privilegiada, pero la incertidumbre de no saber qué podría estar pasando en mí casa y aquella visión borrosa intervenida por algo semejante a un código de barras, y las voces y sonidos que mis orejas captaban tan lejanos, me llevaron a tal estado de desconsuelo que si mi acelerado corazón no llegó a estallar aquella mañana, fue para diagnosticar su naturaleza fuerte y vigorosa. Modestia aparte, no quiero ser pedante, de igual modo admito ser un cobardica y asumo mi carácter pusilánime; filosofías a un lado, me mantuve alerta durante horas sin que en la sala frigorífica pasara nada, fuera de las entradas habituales de Andrés, el más hábil carnicero de la plantilla y encargado del despiece. Atisbaba por la rendija de la puerta y observaba el paso de gente, así pude ver durante un rato a Amparo subida en una escalera para frotar los azulejos más altos de la pared, a Luisito, colgando y descolgando jamones al ritmo que le marcaba don Pedro. Vi a Matilde pesando doscientos gramos de lacón que eran más de un cuarto, tecleando y extrayendo el ticket para entregar en mano a doña Maruja, a la que solía fulminar con la mirada hasta intimidarla de tal modo que la pobre mujer acababa pidiendo un poco de mortadela que no tenía pensado comprar. Matilde no se mojaba las manos como amparo, o Luisito, y eso don Pedro lo sabía, pero éste admiraba sus virtudes para el negocio y jamás la hubiera apartado de estar frente a la clientela. Todos a limpiar, incluido él, pero ella a vender, aunque no hubiera cliente alguno en la tienda. Andrés no cerró en una ocasión al salir y mis ojillos pudieron abarcar durante un rato toda la fila de vitrinas, hasta que la última se perdía de vista a tan solo un metro de la puerta del despacho, mi habitación, mi hogar. Fueron los peores momentos, no dejaba de imaginar a Andrés y Luisito moviendo el pesado armario para limpiar detrás, en tanto Matilde, que vigilaba celosamente para que el trabajo se realizara de forma adecuada, se terminaba agachando sorprendida, tomaba mi caja entre sus manos y entrecerraba los ojos con una maléfica sonrisa. Esperaba con ansiedad que me volvieran las fuerzas, y que llegara la hora de cerrar para que se fueran todos a comer y así regresar por fin a mi agujero, contando con que no hubiera sido hallado y saqueado, me lamentaba, me sentía aún aturdido. Fue entonces cuando aquella mano apareció ante mí, poderosa, enorme. Me aplasté rendido y sentí levitar mi cuerpecillo, me angustié, no podía impedirlo, era como una pesadilla de la que no lograba salir. Y de repente, el espantoso y gigantesco rostro de Matilde se adueñó de todo, sus labios fruncidos, una ceja enarcada sobre su mirada desdeñosa, estaba a merced de aquel ogro terrible, comprendí que me había atrapado, cautivo a causa de mi hambre y mi necedad. Me había engolosinado hasta convertirme en un adicto, había sabido suprimir todos mis pensamientos e ideales ofreciéndome una vida cómoda y segura, era como si me hubieran drogado. Me dieron a probar aquellas engañosas mieles, lujos que ni siquiera necesitaba, pues ya con los desperdicios vivía en la abundancia. Y así fue como me apresaron, y desde aquel día pago penitencia en esta tétrica cárcel de acero galvanizado. Y hago el único ejercicio que se me permite, en esta humillante noria que pongo a girar para llamar la atención de mi amo, don Pedro, que me observa sonriente y magnánimo.
-¡Mira lo que pone aquí!- Lo escuche decir-. Los ratones domésticos en rara ocasión viven más allá de seis meses, pero en cautividad pueden alcanzar hasta los tres años, o incluso más.
Me volví en mi jaula para contemplar a Matilde, que había escuchado a don Pedro y ahora lo miraba incrédula para no mostrar desprecio a tal información, supuse.
-Ya sé: piensas que estoy loco-, continuó diciendo-. Tú crees que fue pura casualidad, pero estoy convencido que este ratoncito fue providencial, además, quiero pensar que de no ser por él, yo estaría arruinado y tú en el paro, y que a lo mejor por eso te afanaste tanto en darle caza, quién sabe; sin querer le has alargado la vida. Este granujilla te estará agradecido, ¿lo ves?, te está mirando. Creo que a veces entiende hasta lo que hablamos, es muy listo.
Matilde lo miraba impertérrita, con aspecto hierático, sin pronunciar palabra, se giró sobre sus pies y confirmó la entrega de cierto lote de jamones antes de salir. Don pedro no la escuchó, andaba embelesado con su minúsculo y nuevo huésped: yo, que pacía melancólico mientras me lamentaba de mi propia estupidez, de haber subestimado a los humanos, sobre todo a la astuta Matilde, que comprendí había sido mi captora. Y por salvar el negocio a mi carcelero, o benefactor, es cuestión de perspectiva.
Ahora tengo más comida de la que necesito, pero añoro mi caja de puros; y el placer de salir a hacer mi ronda nocturna como antes lo hacía: anónimo. La satisfacción de encontrar una lasca de manchego semicurado, la libertad, la vida. Según don Pedro viviré mucho más tiempo prisionero, preferiría vivir menos, pero más intensamente; qué más da, no puedo escoger… Luego don Pedro apagó la luz, cerró la puerta y al poco rato, como viene ocurriendo desde hace unos días, se volvió a abrir muy despacio para dejar entrar la silueta femenina de Matilde. Después, los alambres de mi jaula chirriaron para anunciar que tenía el paso franco, que podía escapar y recorrer la tienda, Matilde no se olvida nunca de que las puertas queden entreabiertas. La vi marcharse, pero no moví un bigote, incapaz de huir todavía. Y ella lo sabía, lo cual era aún más humillante. Apostaba cada día segura de mi sumisión y así me convertía en el ser más miserable del mundo. Las persianas bramaron y se hizo el silencio, pero permanecí inmóvil. Así estuve durante un buen rato, hasta que por fin me decidí, abandoné la jaula y me dirigí hacia mi caja de puros. Allí estaba, detrás del armario, olvidada. Di media vuelta y corrí hasta la sala frigorífica, escalé la pila de cajas, me planté en el altillo y no supe que más podría hacer entonces. Así que retomé el camino y me fui de nuevo a mi jaula, tiré con mis patitas del pestillo y su puertecita se cerró con un chasquido. Tomé un trozo de galleta del comedero y me senté a roerla en un rincón de mi celda, solo así conseguía dejar de pensar, solo así espantaba mis temores.       



El puro y el mostacho

El puro y el mostacho

            Aquello ocurrió en el invierno de 1941, cuando tenía trece años, pero lo sigo recordando sin remedio cada día. Aquella noche nos moríamos de frío, de hambre y de pena. Mi madre, sentada en su mecedora, la cabeza hundida en el pecho, las manos de cualquier forma descansando en su regazo. El que parecía soportarlo mejor era mi hermano Paquito, inhibido, releyendo una vez más aquel ajado libro, junto a la única vela que alumbraba nuestro pequeño y humilde hogar, aquella oscilante y triste llama que procuraba luces y sombras. Los gemelos, con seis años, lloraban, pero mi hermano no se inmutaba la vista fija en su lectura, acostumbrado a los llantos, mi madre temblaba para que supiéramos que seguía viva, mis tripas rugieron cuando mi padre apareció por la puerta. Lo observamos quitarse el gorrillo de lana y estremecerse de frío mientras lo colgaba en una escarpia de la jamba, luego se dirigió hacia mi madre, sin apartarle los ojos, como si no hubiera nada más en este mundo. Se arrodilló frente a ella, abrió su chaqueta y emergió como una sublimación una hogaza de pan. Entonces José, que así se llamaba mi padre, tomó con dos dedos la barbilla de Manolita, mi madre, dulcemente la ayudó a elevar la cabeza para entregarle aquel alimento con un beso, apenas se atrevió a rozar sus labios. Mi madre esbozó una mueca de gratitud, mi padre exhaló un suspiro entrecortado y sin más nos sentamos a comer. Paquito devoraba su chusco y seguía pasando páginas, lo enseñó a leer su amigo Eulogio, el hijo del señor notario, antes de que se lo llevara una tuberculosis. Era un buen muchacho, le regaló ese libro a modo de despedida, en su lecho de muerte, La vuelta al mundo en ochenta días, se titulaba; yo no había aprendido aún a leer. Mi padre comía y buscaba la mirada de mi madre, pero no la encontraba, porque ella mordisqueaba su trozo de pan con ojos vacuos, secos tanto de llorar. Martín y Venancio, los gemelos, se consolaban engullendo entre sollozos. Sólo yo pude advertir aquel reflejo fugaz: el brillo charolado de un tricornio que cruzó de repente por la ventana. Por eso no me sorprendí cuando la puerta cedió al primer empujón del sargento Benítez, que invadiendo la casa con dos zapatazos, cerró de golpe y quedó plantado frente a nosotros, las piernas ligeramente abiertas y aspirando el humo de un puro habano que sostenía entre sus sucios dientes, mientras con dos dedos se atusaba el mostacho. Venía ebrio, como siempre, sólo que por primera vez lo hacía vestido de uniforme. Cauto, miedoso, discreto decía él, la verdad es que necesitaba aguardiente para llamar al valor y aquella noche traía tanto en su cuerpo que apestaba.
            Pepe, nombró el Sargento a mi padre, de sobra sabes que sé dónde has robado ese pan que os estáis comiendo. Ninguno nos movimos, nuestras mandíbulas habían cesado de trabajar, los niños giramos las cabezas al unísono para contemplar a mi Padre. Mi madre continuaba absorta, parecía esperar una consabida sentencia. Sabes lo que les hago a los ladrones cuando los trinco, ¿verdad, Pepe?, inquirió con sorna. Aunque la que mejor lo sabe es tu mujer, me da a mí, dijo despojándose de la capa, nos mandó a los niños a un rincón y luego la dejó en el respaldo de la silla, en la que muy lentamente se dejó caer intentando solapar su estado de embriaguez. Después desenfundó su pistola y la puso a descansar sobre la mesa, frente a él. ¡Manoli!, profirió y mi madre se irguió despacio, dio dos pasos hacia su cuarto empujada por la inercia, por el miedo, pero el sargento la detuvo con una voz marcial de ésas que a veces usaba con los niños para divertirse. Siéntate, espera un poco, dijo y rompió a reír a carcajadas. ¡Vosotros dos, venid acá!, señaló a los gemelos, que atesoraban con manitas temblorosas su mendrugo de pan. ¿Qué queréis ser de mayores, ladrones, como papá?, los chiquillos rompieron a llorar y decepcionado los mandó de nuevo al rincón con un gruñido. Paquito, tú sabes leer, ¿verdad?, serás otro ladrón miserable como ese pingajo que tienes por padre, sólo que ilustrado, y otra vez a reírse el solo de sus humillantes chistes. Entonces quiso fumar y observó con un gesto de contrariedad que se le había apagado el cigarro, lo acercó a la vela entrecerrando un ojo y a duras penas logró mantenerlo quieto sobre la llama, al poco éste se prendió de nuevo, chupó varias veces satisfecho hasta crear una nube de humo que pesadamente se elevó hacia el techo, luego mostró sus podridos dientes con una sonrisa sardónica y miró a mi madre igualándose los bigotes. Qué pena, Manoli, con lo que tú eras y mírate ahora: casada con este sinvergüenza; con cinco chiquillos que alimentar, si tú hubieras querido... Cuatro, lo rectificó ella, al chico lo enterramos la semana pasada, ¿no te acuerdas, Antonio?, estuviste en el cementerio. Las palabras quedaron flotando en el aire, mi madre se mostraba recuperada de pronto, valiente, mi padre seguía mirando al suelo, humillado, mis hermanos contenían a duras penas el llanto. Lo comprendí todo en un instante. ¡¿Y a ti qué te pasa?!, me gritó el sargento Benítez. ¿Por qué me miras así, es que no me conoces?, suavizó el tono. El chico...pronunció con voz quebrada y su mirada se extravió en la ventana, la luz de la vela dejaba sombras irreverentes sobre la coronilla rala de mi padre, pusilánime, incapaz de levantar la cabeza, temblando ante su viejo amigo de la infancia. Aquel con el que buscaba nidos de niño, con el que pescara cangrejos y se hartara de ostias, que de todo sucede entre chiquillos. Aquel al que levantó a la muchacha más guapa del pueblo, a Manolita, la hija del alcalde. Aquello sucedió en tiempos de la República y sirvió para poner fin a una vieja amistad, y dar principio a un terrible odio, pero con una Guerra Civil que se encargó entronar a uno y defenestrar a otro, y desequilibrar una balanza que jamás debió de existir. Sí, Antonio, mi chico, mi Manuel, dijo mi madre y el sargento parpadeó como si regresara de un sueño, aspiró una larga chupada del puro y la expulsó lentamente, cuando la nube de humo se disipó su rostro apareció escrutándome fijamente, había destellos de ira en sus ojos. Luego acarició una cacha marrón de su pistola, la tomó entre sus manos, la cargó y me apuntó al pecho. Tú eres un rojo, como tu abuelo, masculló, y como tu padre; a mi no me la das, a mi no me la da nadie; perdona la espera Manoli, esto me anima muchísimo. Ya tienes edad para trabajar, niño, ¿Pepe te llamabas, como tu padre?; seguramente irás robando por ahí; es lo único que sabéis hacer; el día que te pille...dijo sin dejar de apuntarme y ordenó: ven acá. Y como una orden lo acaté, me planté presto frente a él, lo cual lo sorprendió gratamente, porque dibujó un gesto de extrañeza y muy despacio depositó el arma sobre la mesa, dio una breve calada al cigarro y se retrepó en la silla para escudriñarme. ¿Robas? ¡Confiésalo! Alguna vez he robado, sargento, mentí para complacerlo. Detrás de mí escuchaba gimotear a mi padre y a mis hermanos, y aunque no veía a mi madre, percibía cómo ella se tensaba impotente. ¡Con dos cojones!, dijo el guardia y se incorporó de repente. Tu hijo los tienes bien puestos, Pepe; a ver, ¿qué quieres ser de mayor, en qué te gustaría trabajar?, no temas, mira, quitó el cargador a la pistola y la volvió a dejar donde estaba. Yo quiero ser guardia, como usted. ¡Coño!; no tendrás un poco de aguardiente por ahí, ¿no Manoli? No pude ver negar a mi madre, tenía los ojos clavados en el hombre del tricornio, aquel hombre que volvió una vez más a nuestra casa para humillarnos, como hacía siempre que se emborrachaba. Lo observaba acariciarse el bigotazo, sonreír socarrón mientras ignoraba el cigarro que se consumía entre sus dedos, hinchaba pecho victorioso, saboreando su elevada posición. Era el amo en ese momento, el dueño y señor de todas las cosas, de toda mi familia. Pero no tuve miedo, aquella noche dejé de tener miedo para siempre, aquella noche me hice un hombre de golpe, porque así lo quiso la vida, supongo. ¡Qué mierda!, reprochó el sargento la falta de licor. Ya podías haberle robado al Marcial una botella de anís en vez de un pan, eres un desgraciado, Pepe, un muerto de hambre, siempre fuiste un inútil, no sé que pudo ver ésta en ti, indicó a mi madre con un movimiento de cabeza. Entonces, ¿te gustaría entrar en la Guardia Civil? Sí señor, respondí y volvió a mirarme con rostro incrédulo. Ya es hora de que los niños se acuesten, oí por fin la voz de mi padre, con un nudo en la garganta. En principio no debió parecer extraña aquella sugerencia, pues siempre que irrumpía en casa el sargento Benítez los niños nos íbamos a la cama, a escuchar sobrecogidos y en silencio lo que más allá de nuestro cuarto imaginábamos pudiera estar ocurriendo. Cosas que supe por boca de mi madre, pero después, mucho después. Cosas cómo que mis padres no volvieron a mantener relaciones sexuales desde que ella sufrió la primera violación del sargento Benítez. Fue la sutil manera que una madre empleó para decirle a su hijo mayor que el hermanito pequeño que enterramos no podía ser hijo de mi padre. Deja ahí a los niños, opuso el guardia y nos quedamos mudos, esta noche tengo ganas de juerga, ya tienen años para saber lo puta que es su madre y lo mierda que es su padre, ¿tú qué dices?, y clavó su ojos en mí. Yo digo lo que usted mande, mi sargento, busqué su complicidad con un gesto perverso y lo logré. Mis hermanos lloriqueaban, mi padre se reconcomía de impotencia, a mi madre no podía angustiarla más, pero procuraba permanecer inexpresiva. Yo controlaba mi respiración, me hormigueaba todo el cuerpo y aun así, el rubor no me llegaba a la cara. Entonces el sargento se retocó el tricornio con las dos manos, despacio, luego se lo quitó por primera vez en presencia de persona alguna, estaba excitado, eufórico, mostrando desinhibido aquella calvicie que más tarde supe, tanto lo acomplejara. Intentando dominar su borrachera, dejó la centelleante toca sobre la mesa y con el puro entre los dientes, entrelazó las manos detrás de la nuca y se retrepó satisfecho de su mando, de su poder. Así estuvo durante un rato, mirándonos a todos uno por uno hasta que la ceniza cayó en su pechera uniformada, se limitó a bajar la vista para verla resbalar por la barriga y sin darle importancia, elevó de nuevo sus ojos para pedirme que le acercara la vela, se le había vuelto a apagar el cigarro. Tomé la palmatoria y la aproximé para que se sirviera del fuego sin que tuviera que moverse. Chupó varias veces y luego sonrió agradecido, expulsando el humo entre sus dientes, humo que se asentaba perezoso en los pelos de su bigote. Retorné con un ademán servil la vela a la mesa, pero le soplé a medio camino y la estancia quedó a oscuras, entonces la cambié por la pistola, sólo tuve que apuntar al lugar donde se hallaba un segundo antes el sargento, apreté el gatillo y un fogonazo lo iluminó todo de repente, pero quedamos ciegos de nuevo. Después, un silencio sordo, intervenido por mi respiración agitada, un hipido de Paquito y el olor a pólvora, nada más.
            Unos perros ladraron lejanos, como los que escucho esta noche, un claro de luna se filtró por la ventana, como el que ahora se cuela por este cristal. La cara de estúpido que puso el sargento en el momento que la bala le perforaba el pecho es una foto imborrable que retengo en mi memoria, me recuerda al sargento Gutiérrez cuando echa una cabezadita en el coche, como ahora mismo hace. Lo enterramos en el muladar que había en la parte de atrás de la casa, junto al huerto, y allí seguirá, digo yo, podrido bajo la tierra y el estiércol, junto a aquella casa donde tantas veces violó a mi madre, mortificó a mi padre y nos asustó a mis hermanos y a mí. No deja de ser curioso, más esta noche: acechamos a un compañero del que tenemos algo más que sospechas de su abuso de autoridad. Bueno, el que vigila soy yo, Gutiérrez está como un tronco, dice que el nuevo Talbot Horizon se presta muy bien para las siestecitas. Y a mí me gusta verlo dormir, con el tricornio en su regazo, su calva brillante... Admito que lo envidio, es un buen hombre, creo que no hay nada oscuro en su conciencia que le turbe el sueño. Parece un niño, sino fuera por ese mostacho y el puro habano que un par de veces al día se lo adorna.