jueves, 22 de diciembre de 2016

El puro y el mostacho

El puro y el mostacho

            Aquello ocurrió en el invierno de 1941, cuando tenía trece años, pero lo sigo recordando sin remedio cada día. Aquella noche nos moríamos de frío, de hambre y de pena. Mi madre, sentada en su mecedora, la cabeza hundida en el pecho, las manos de cualquier forma descansando en su regazo. El que parecía soportarlo mejor era mi hermano Paquito, inhibido, releyendo una vez más aquel ajado libro, junto a la única vela que alumbraba nuestro pequeño y humilde hogar, aquella oscilante y triste llama que procuraba luces y sombras. Los gemelos, con seis años, lloraban, pero mi hermano no se inmutaba la vista fija en su lectura, acostumbrado a los llantos, mi madre temblaba para que supiéramos que seguía viva, mis tripas rugieron cuando mi padre apareció por la puerta. Lo observamos quitarse el gorrillo de lana y estremecerse de frío mientras lo colgaba en una escarpia de la jamba, luego se dirigió hacia mi madre, sin apartarle los ojos, como si no hubiera nada más en este mundo. Se arrodilló frente a ella, abrió su chaqueta y emergió como una sublimación una hogaza de pan. Entonces José, que así se llamaba mi padre, tomó con dos dedos la barbilla de Manolita, mi madre, dulcemente la ayudó a elevar la cabeza para entregarle aquel alimento con un beso, apenas se atrevió a rozar sus labios. Mi madre esbozó una mueca de gratitud, mi padre exhaló un suspiro entrecortado y sin más nos sentamos a comer. Paquito devoraba su chusco y seguía pasando páginas, lo enseñó a leer su amigo Eulogio, el hijo del señor notario, antes de que se lo llevara una tuberculosis. Era un buen muchacho, le regaló ese libro a modo de despedida, en su lecho de muerte, La vuelta al mundo en ochenta días, se titulaba; yo no había aprendido aún a leer. Mi padre comía y buscaba la mirada de mi madre, pero no la encontraba, porque ella mordisqueaba su trozo de pan con ojos vacuos, secos tanto de llorar. Martín y Venancio, los gemelos, se consolaban engullendo entre sollozos. Sólo yo pude advertir aquel reflejo fugaz: el brillo charolado de un tricornio que cruzó de repente por la ventana. Por eso no me sorprendí cuando la puerta cedió al primer empujón del sargento Benítez, que invadiendo la casa con dos zapatazos, cerró de golpe y quedó plantado frente a nosotros, las piernas ligeramente abiertas y aspirando el humo de un puro habano que sostenía entre sus sucios dientes, mientras con dos dedos se atusaba el mostacho. Venía ebrio, como siempre, sólo que por primera vez lo hacía vestido de uniforme. Cauto, miedoso, discreto decía él, la verdad es que necesitaba aguardiente para llamar al valor y aquella noche traía tanto en su cuerpo que apestaba.
            Pepe, nombró el Sargento a mi padre, de sobra sabes que sé dónde has robado ese pan que os estáis comiendo. Ninguno nos movimos, nuestras mandíbulas habían cesado de trabajar, los niños giramos las cabezas al unísono para contemplar a mi Padre. Mi madre continuaba absorta, parecía esperar una consabida sentencia. Sabes lo que les hago a los ladrones cuando los trinco, ¿verdad, Pepe?, inquirió con sorna. Aunque la que mejor lo sabe es tu mujer, me da a mí, dijo despojándose de la capa, nos mandó a los niños a un rincón y luego la dejó en el respaldo de la silla, en la que muy lentamente se dejó caer intentando solapar su estado de embriaguez. Después desenfundó su pistola y la puso a descansar sobre la mesa, frente a él. ¡Manoli!, profirió y mi madre se irguió despacio, dio dos pasos hacia su cuarto empujada por la inercia, por el miedo, pero el sargento la detuvo con una voz marcial de ésas que a veces usaba con los niños para divertirse. Siéntate, espera un poco, dijo y rompió a reír a carcajadas. ¡Vosotros dos, venid acá!, señaló a los gemelos, que atesoraban con manitas temblorosas su mendrugo de pan. ¿Qué queréis ser de mayores, ladrones, como papá?, los chiquillos rompieron a llorar y decepcionado los mandó de nuevo al rincón con un gruñido. Paquito, tú sabes leer, ¿verdad?, serás otro ladrón miserable como ese pingajo que tienes por padre, sólo que ilustrado, y otra vez a reírse el solo de sus humillantes chistes. Entonces quiso fumar y observó con un gesto de contrariedad que se le había apagado el cigarro, lo acercó a la vela entrecerrando un ojo y a duras penas logró mantenerlo quieto sobre la llama, al poco éste se prendió de nuevo, chupó varias veces satisfecho hasta crear una nube de humo que pesadamente se elevó hacia el techo, luego mostró sus podridos dientes con una sonrisa sardónica y miró a mi madre igualándose los bigotes. Qué pena, Manoli, con lo que tú eras y mírate ahora: casada con este sinvergüenza; con cinco chiquillos que alimentar, si tú hubieras querido... Cuatro, lo rectificó ella, al chico lo enterramos la semana pasada, ¿no te acuerdas, Antonio?, estuviste en el cementerio. Las palabras quedaron flotando en el aire, mi madre se mostraba recuperada de pronto, valiente, mi padre seguía mirando al suelo, humillado, mis hermanos contenían a duras penas el llanto. Lo comprendí todo en un instante. ¡¿Y a ti qué te pasa?!, me gritó el sargento Benítez. ¿Por qué me miras así, es que no me conoces?, suavizó el tono. El chico...pronunció con voz quebrada y su mirada se extravió en la ventana, la luz de la vela dejaba sombras irreverentes sobre la coronilla rala de mi padre, pusilánime, incapaz de levantar la cabeza, temblando ante su viejo amigo de la infancia. Aquel con el que buscaba nidos de niño, con el que pescara cangrejos y se hartara de ostias, que de todo sucede entre chiquillos. Aquel al que levantó a la muchacha más guapa del pueblo, a Manolita, la hija del alcalde. Aquello sucedió en tiempos de la República y sirvió para poner fin a una vieja amistad, y dar principio a un terrible odio, pero con una Guerra Civil que se encargó entronar a uno y defenestrar a otro, y desequilibrar una balanza que jamás debió de existir. Sí, Antonio, mi chico, mi Manuel, dijo mi madre y el sargento parpadeó como si regresara de un sueño, aspiró una larga chupada del puro y la expulsó lentamente, cuando la nube de humo se disipó su rostro apareció escrutándome fijamente, había destellos de ira en sus ojos. Luego acarició una cacha marrón de su pistola, la tomó entre sus manos, la cargó y me apuntó al pecho. Tú eres un rojo, como tu abuelo, masculló, y como tu padre; a mi no me la das, a mi no me la da nadie; perdona la espera Manoli, esto me anima muchísimo. Ya tienes edad para trabajar, niño, ¿Pepe te llamabas, como tu padre?; seguramente irás robando por ahí; es lo único que sabéis hacer; el día que te pille...dijo sin dejar de apuntarme y ordenó: ven acá. Y como una orden lo acaté, me planté presto frente a él, lo cual lo sorprendió gratamente, porque dibujó un gesto de extrañeza y muy despacio depositó el arma sobre la mesa, dio una breve calada al cigarro y se retrepó en la silla para escudriñarme. ¿Robas? ¡Confiésalo! Alguna vez he robado, sargento, mentí para complacerlo. Detrás de mí escuchaba gimotear a mi padre y a mis hermanos, y aunque no veía a mi madre, percibía cómo ella se tensaba impotente. ¡Con dos cojones!, dijo el guardia y se incorporó de repente. Tu hijo los tienes bien puestos, Pepe; a ver, ¿qué quieres ser de mayor, en qué te gustaría trabajar?, no temas, mira, quitó el cargador a la pistola y la volvió a dejar donde estaba. Yo quiero ser guardia, como usted. ¡Coño!; no tendrás un poco de aguardiente por ahí, ¿no Manoli? No pude ver negar a mi madre, tenía los ojos clavados en el hombre del tricornio, aquel hombre que volvió una vez más a nuestra casa para humillarnos, como hacía siempre que se emborrachaba. Lo observaba acariciarse el bigotazo, sonreír socarrón mientras ignoraba el cigarro que se consumía entre sus dedos, hinchaba pecho victorioso, saboreando su elevada posición. Era el amo en ese momento, el dueño y señor de todas las cosas, de toda mi familia. Pero no tuve miedo, aquella noche dejé de tener miedo para siempre, aquella noche me hice un hombre de golpe, porque así lo quiso la vida, supongo. ¡Qué mierda!, reprochó el sargento la falta de licor. Ya podías haberle robado al Marcial una botella de anís en vez de un pan, eres un desgraciado, Pepe, un muerto de hambre, siempre fuiste un inútil, no sé que pudo ver ésta en ti, indicó a mi madre con un movimiento de cabeza. Entonces, ¿te gustaría entrar en la Guardia Civil? Sí señor, respondí y volvió a mirarme con rostro incrédulo. Ya es hora de que los niños se acuesten, oí por fin la voz de mi padre, con un nudo en la garganta. En principio no debió parecer extraña aquella sugerencia, pues siempre que irrumpía en casa el sargento Benítez los niños nos íbamos a la cama, a escuchar sobrecogidos y en silencio lo que más allá de nuestro cuarto imaginábamos pudiera estar ocurriendo. Cosas que supe por boca de mi madre, pero después, mucho después. Cosas cómo que mis padres no volvieron a mantener relaciones sexuales desde que ella sufrió la primera violación del sargento Benítez. Fue la sutil manera que una madre empleó para decirle a su hijo mayor que el hermanito pequeño que enterramos no podía ser hijo de mi padre. Deja ahí a los niños, opuso el guardia y nos quedamos mudos, esta noche tengo ganas de juerga, ya tienen años para saber lo puta que es su madre y lo mierda que es su padre, ¿tú qué dices?, y clavó su ojos en mí. Yo digo lo que usted mande, mi sargento, busqué su complicidad con un gesto perverso y lo logré. Mis hermanos lloriqueaban, mi padre se reconcomía de impotencia, a mi madre no podía angustiarla más, pero procuraba permanecer inexpresiva. Yo controlaba mi respiración, me hormigueaba todo el cuerpo y aun así, el rubor no me llegaba a la cara. Entonces el sargento se retocó el tricornio con las dos manos, despacio, luego se lo quitó por primera vez en presencia de persona alguna, estaba excitado, eufórico, mostrando desinhibido aquella calvicie que más tarde supe, tanto lo acomplejara. Intentando dominar su borrachera, dejó la centelleante toca sobre la mesa y con el puro entre los dientes, entrelazó las manos detrás de la nuca y se retrepó satisfecho de su mando, de su poder. Así estuvo durante un rato, mirándonos a todos uno por uno hasta que la ceniza cayó en su pechera uniformada, se limitó a bajar la vista para verla resbalar por la barriga y sin darle importancia, elevó de nuevo sus ojos para pedirme que le acercara la vela, se le había vuelto a apagar el cigarro. Tomé la palmatoria y la aproximé para que se sirviera del fuego sin que tuviera que moverse. Chupó varias veces y luego sonrió agradecido, expulsando el humo entre sus dientes, humo que se asentaba perezoso en los pelos de su bigote. Retorné con un ademán servil la vela a la mesa, pero le soplé a medio camino y la estancia quedó a oscuras, entonces la cambié por la pistola, sólo tuve que apuntar al lugar donde se hallaba un segundo antes el sargento, apreté el gatillo y un fogonazo lo iluminó todo de repente, pero quedamos ciegos de nuevo. Después, un silencio sordo, intervenido por mi respiración agitada, un hipido de Paquito y el olor a pólvora, nada más.
            Unos perros ladraron lejanos, como los que escucho esta noche, un claro de luna se filtró por la ventana, como el que ahora se cuela por este cristal. La cara de estúpido que puso el sargento en el momento que la bala le perforaba el pecho es una foto imborrable que retengo en mi memoria, me recuerda al sargento Gutiérrez cuando echa una cabezadita en el coche, como ahora mismo hace. Lo enterramos en el muladar que había en la parte de atrás de la casa, junto al huerto, y allí seguirá, digo yo, podrido bajo la tierra y el estiércol, junto a aquella casa donde tantas veces violó a mi madre, mortificó a mi padre y nos asustó a mis hermanos y a mí. No deja de ser curioso, más esta noche: acechamos a un compañero del que tenemos algo más que sospechas de su abuso de autoridad. Bueno, el que vigila soy yo, Gutiérrez está como un tronco, dice que el nuevo Talbot Horizon se presta muy bien para las siestecitas. Y a mí me gusta verlo dormir, con el tricornio en su regazo, su calva brillante... Admito que lo envidio, es un buen hombre, creo que no hay nada oscuro en su conciencia que le turbe el sueño. Parece un niño, sino fuera por ese mostacho y el puro habano que un par de veces al día se lo adorna.

               
              

      

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