El puro y el mostacho
Aquello ocurrió en el invierno de
1941, cuando tenía trece años, pero lo sigo recordando sin remedio cada día. Aquella
noche nos moríamos de frío, de hambre y de pena. Mi madre, sentada en su
mecedora, la cabeza hundida en el pecho, las manos de cualquier forma descansando
en su regazo. El que parecía soportarlo mejor era mi hermano Paquito, inhibido,
releyendo una vez más aquel ajado libro, junto a la única vela que alumbraba nuestro
pequeño y humilde hogar, aquella oscilante y triste llama que procuraba luces y
sombras. Los gemelos, con seis años, lloraban, pero mi hermano no se inmutaba
la vista fija en su lectura, acostumbrado a los llantos, mi madre temblaba para
que supiéramos que seguía viva, mis tripas rugieron cuando mi padre apareció
por la puerta. Lo observamos quitarse el gorrillo de lana y estremecerse de
frío mientras lo colgaba en una escarpia de la jamba, luego se dirigió hacia mi
madre, sin apartarle los ojos, como si no hubiera nada más en este mundo. Se
arrodilló frente a ella, abrió su chaqueta y emergió como una sublimación una
hogaza de pan. Entonces José, que así se llamaba mi padre, tomó con dos dedos
la barbilla de Manolita, mi madre, dulcemente la ayudó a elevar la cabeza para
entregarle aquel alimento con un beso, apenas se atrevió a rozar sus labios. Mi
madre esbozó una mueca de gratitud, mi padre exhaló un suspiro entrecortado y
sin más nos sentamos a comer. Paquito devoraba su chusco y seguía pasando
páginas, lo enseñó a leer su amigo Eulogio, el hijo del señor notario, antes de
que se lo llevara una tuberculosis. Era un buen muchacho, le regaló ese libro a
modo de despedida, en su lecho de muerte, La vuelta al mundo en ochenta días,
se titulaba; yo no había aprendido aún a leer. Mi padre comía y buscaba la mirada
de mi madre, pero no la encontraba, porque ella mordisqueaba su trozo de pan
con ojos vacuos, secos tanto de llorar. Martín y Venancio, los gemelos, se
consolaban engullendo entre sollozos. Sólo yo pude advertir aquel reflejo
fugaz: el brillo charolado de un tricornio que cruzó de repente por la ventana.
Por eso no me sorprendí cuando la puerta cedió al primer empujón del sargento
Benítez, que invadiendo la casa con dos zapatazos, cerró de golpe y quedó
plantado frente a nosotros, las piernas ligeramente abiertas y aspirando el
humo de un puro habano que sostenía entre sus sucios dientes, mientras con dos
dedos se atusaba el mostacho. Venía ebrio, como siempre, sólo que por primera
vez lo hacía vestido de uniforme. Cauto, miedoso, discreto decía él, la verdad
es que necesitaba aguardiente para llamar al valor y aquella noche traía tanto
en su cuerpo que apestaba.
Pepe, nombró el Sargento a mi padre,
de sobra sabes que sé dónde has robado ese pan que os estáis comiendo. Ninguno
nos movimos, nuestras mandíbulas habían cesado de trabajar, los niños giramos
las cabezas al unísono para contemplar a mi Padre. Mi madre continuaba absorta,
parecía esperar una consabida sentencia. Sabes lo que les hago a los ladrones cuando
los trinco, ¿verdad, Pepe?, inquirió con sorna. Aunque la que mejor lo sabe es
tu mujer, me da a mí, dijo despojándose de la capa, nos mandó a los niños a un
rincón y luego la dejó en el respaldo de la silla, en la que muy lentamente se
dejó caer intentando solapar su estado de embriaguez. Después desenfundó su
pistola y la puso a descansar sobre la mesa, frente a él. ¡Manoli!, profirió y
mi madre se irguió despacio, dio dos pasos hacia su cuarto empujada por la
inercia, por el miedo, pero el sargento la detuvo con una voz marcial de ésas
que a veces usaba con los niños para divertirse. Siéntate, espera un poco, dijo
y rompió a reír a carcajadas. ¡Vosotros dos, venid acá!, señaló a los gemelos,
que atesoraban con manitas temblorosas su mendrugo de pan. ¿Qué queréis ser de mayores,
ladrones, como papá?, los chiquillos rompieron a llorar y decepcionado los
mandó de nuevo al rincón con un gruñido. Paquito, tú sabes leer, ¿verdad?,
serás otro ladrón miserable como ese pingajo que tienes por padre, sólo que
ilustrado, y otra vez a reírse el solo de sus humillantes chistes. Entonces
quiso fumar y observó con un gesto de contrariedad que se le había apagado el
cigarro, lo acercó a la vela entrecerrando un ojo y a duras penas logró
mantenerlo quieto sobre la llama, al poco éste se prendió de nuevo, chupó varias
veces satisfecho hasta crear una nube de humo que pesadamente se elevó hacia el
techo, luego mostró sus podridos dientes con una sonrisa sardónica y miró a mi
madre igualándose los bigotes. Qué pena, Manoli, con lo que tú eras y mírate
ahora: casada con este sinvergüenza; con cinco chiquillos que alimentar, si tú
hubieras querido... Cuatro, lo rectificó ella, al chico lo enterramos la semana
pasada, ¿no te acuerdas, Antonio?, estuviste en el cementerio. Las palabras
quedaron flotando en el aire, mi madre se mostraba recuperada de pronto,
valiente, mi padre seguía mirando al suelo, humillado, mis hermanos contenían a
duras penas el llanto. Lo comprendí todo en un instante. ¡¿Y a ti qué te
pasa?!, me gritó el sargento Benítez. ¿Por qué me miras así, es que no me
conoces?, suavizó el tono. El chico...pronunció con voz quebrada y su mirada se
extravió en la ventana, la luz de la vela dejaba sombras irreverentes sobre la
coronilla rala de mi padre, pusilánime, incapaz de levantar la cabeza,
temblando ante su viejo amigo de la infancia. Aquel con el que buscaba nidos de
niño, con el que pescara cangrejos y se hartara de ostias, que de todo sucede
entre chiquillos. Aquel al que levantó a la muchacha más guapa del pueblo, a
Manolita, la hija del alcalde. Aquello sucedió en tiempos de la República y
sirvió para poner fin a una vieja amistad, y dar principio a un terrible odio, pero
con una Guerra Civil que se encargó entronar a uno y defenestrar a otro, y
desequilibrar una balanza que jamás debió de existir. Sí, Antonio, mi chico, mi
Manuel, dijo mi madre y el sargento parpadeó como si regresara de un sueño,
aspiró una larga chupada del puro y la expulsó lentamente, cuando la nube de
humo se disipó su rostro apareció escrutándome fijamente, había destellos de
ira en sus ojos. Luego acarició una cacha marrón de su pistola, la tomó entre
sus manos, la cargó y me apuntó al pecho. Tú eres un rojo, como tu abuelo,
masculló, y como tu padre; a mi no me la das, a mi no me la da nadie; perdona
la espera Manoli, esto me anima muchísimo. Ya tienes edad para trabajar, niño,
¿Pepe te llamabas, como tu padre?; seguramente irás robando por ahí; es lo
único que sabéis hacer; el día que te pille...dijo sin dejar de apuntarme y
ordenó: ven acá. Y como una orden lo acaté, me planté presto frente a él, lo
cual lo sorprendió gratamente, porque dibujó un gesto de extrañeza y muy
despacio depositó el arma sobre la mesa, dio una breve calada al cigarro y se
retrepó en la silla para escudriñarme. ¿Robas? ¡Confiésalo! Alguna vez he
robado, sargento, mentí para complacerlo. Detrás de mí escuchaba gimotear a mi
padre y a mis hermanos, y aunque no veía a mi madre, percibía cómo ella se
tensaba impotente. ¡Con dos cojones!, dijo el guardia y se incorporó de
repente. Tu hijo los tienes bien puestos, Pepe; a ver, ¿qué quieres ser de
mayor, en qué te gustaría trabajar?, no temas, mira, quitó el cargador a la
pistola y la volvió a dejar donde estaba. Yo quiero ser guardia, como usted. ¡Coño!;
no tendrás un poco de aguardiente por ahí, ¿no Manoli? No pude ver negar a mi
madre, tenía los ojos clavados en el hombre del tricornio, aquel hombre que
volvió una vez más a nuestra casa para humillarnos, como hacía siempre que se
emborrachaba. Lo observaba acariciarse el bigotazo, sonreír socarrón mientras
ignoraba el cigarro que se consumía entre sus dedos, hinchaba pecho victorioso,
saboreando su elevada posición. Era el amo en ese momento, el dueño y señor de
todas las cosas, de toda mi familia. Pero no tuve miedo, aquella noche dejé de
tener miedo para siempre, aquella noche me hice un hombre de golpe, porque así
lo quiso la vida, supongo. ¡Qué mierda!, reprochó el sargento la falta de licor.
Ya podías haberle robado al Marcial una botella de anís en vez de un pan, eres
un desgraciado, Pepe, un muerto de hambre, siempre fuiste un inútil, no sé que
pudo ver ésta en ti, indicó a mi madre con un movimiento de cabeza. Entonces, ¿te
gustaría entrar en la Guardia
Civil? Sí señor, respondí y volvió a mirarme con rostro incrédulo. Ya es hora
de que los niños se acuesten, oí por fin la voz de mi padre, con un nudo en la
garganta. En principio no debió parecer extraña aquella sugerencia, pues
siempre que irrumpía en casa el sargento Benítez los niños nos íbamos a la
cama, a escuchar sobrecogidos y en silencio lo que más allá de nuestro cuarto
imaginábamos pudiera estar ocurriendo. Cosas que supe por boca de mi madre, pero
después, mucho después. Cosas cómo que mis padres no volvieron a mantener
relaciones sexuales desde que ella sufrió la primera violación del sargento Benítez.
Fue la sutil manera que una madre empleó para decirle a su hijo mayor que el
hermanito pequeño que enterramos no podía ser hijo de mi padre. Deja ahí a los
niños, opuso el guardia y nos quedamos mudos, esta noche tengo ganas de juerga,
ya tienen años para saber lo puta que es su madre y lo mierda que es su padre,
¿tú qué dices?, y clavó su ojos en mí. Yo digo lo que usted mande, mi sargento,
busqué su complicidad con un gesto perverso y lo logré. Mis hermanos
lloriqueaban, mi padre se reconcomía de impotencia, a mi madre no podía angustiarla
más, pero procuraba permanecer inexpresiva. Yo controlaba mi respiración, me
hormigueaba todo el cuerpo y aun así, el rubor no me llegaba a la cara.
Entonces el sargento se retocó el tricornio con las dos manos, despacio, luego se
lo quitó por primera vez en presencia de persona alguna, estaba excitado,
eufórico, mostrando desinhibido aquella calvicie que más tarde supe, tanto lo
acomplejara. Intentando dominar su borrachera, dejó la centelleante toca sobre
la mesa y con el puro entre los dientes, entrelazó las manos detrás de la nuca
y se retrepó satisfecho de su mando, de su poder. Así estuvo durante un rato,
mirándonos a todos uno por uno hasta que la ceniza cayó en su pechera
uniformada, se limitó a bajar la vista para verla resbalar por la barriga y sin
darle importancia, elevó de nuevo sus ojos para pedirme que le acercara la
vela, se le había vuelto a apagar el cigarro. Tomé la palmatoria y la aproximé
para que se sirviera del fuego sin que tuviera que moverse. Chupó varias veces
y luego sonrió agradecido, expulsando el humo entre sus dientes, humo que se asentaba
perezoso en los pelos de su bigote. Retorné con un ademán servil la vela a la
mesa, pero le soplé a medio camino y la estancia quedó a oscuras, entonces la
cambié por la pistola, sólo tuve que apuntar al lugar donde se hallaba un
segundo antes el sargento, apreté el gatillo y un fogonazo lo iluminó todo de
repente, pero quedamos ciegos de nuevo. Después, un silencio sordo, intervenido
por mi respiración agitada, un hipido de Paquito y el olor a pólvora, nada más.
Unos perros ladraron lejanos, como
los que escucho esta noche, un claro de luna se filtró por la ventana, como el
que ahora se cuela por este cristal. La cara de estúpido que puso el sargento en
el momento que la bala le perforaba el pecho es una foto imborrable que retengo
en mi memoria, me recuerda al sargento Gutiérrez cuando echa una cabezadita en
el coche, como ahora mismo hace. Lo enterramos en el muladar que había en la
parte de atrás de la casa, junto al huerto, y allí seguirá, digo yo, podrido
bajo la tierra y el estiércol, junto a aquella casa donde tantas veces violó a
mi madre, mortificó a mi padre y nos asustó a mis hermanos y a mí. No deja de ser
curioso, más esta noche: acechamos a un compañero del que tenemos algo más que
sospechas de su abuso de autoridad. Bueno, el que vigila soy yo, Gutiérrez está
como un tronco, dice que el nuevo Talbot Horizon se presta muy bien para las
siestecitas. Y a mí me gusta verlo dormir, con el tricornio en su regazo, su
calva brillante... Admito que lo envidio, es un buen hombre, creo que no hay
nada oscuro en su conciencia que le turbe el sueño. Parece un niño, sino fuera
por ese mostacho y el puro habano que un par de veces al día se lo adorna.
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