EL RATÓN
Aquella noche aguardaba con la habitual
cautela, agarradas mis patitas al borde del agujero, estático, auscultando los
sonidos que solían sucederse uno tras otro a la hora del cierre. La puerta
acristalada creó el silencio, las persianas metálicas tronaron para romperlo y
su eco dejó el vacío, después, un agradable calorcillo recorrió mi cuerpecito hasta
las orejas, con ese cosquilleo que por fin me procuraba el esperado alivio, por
fin me hallaba en la más absoluta soledad. Olfateé precavido, por si acaso, y engurruñiendo
el hociquito me deslicé por el inmenso desfiladero que quedaba entre el armario
y la pared. Aquel era mi hogar, la vieja caja de puros que un día resbaló desde
lo alto del estante y quedó para siempre en el olvido. De oloroso cedro, hube
de esforzarme al principio para roerla, el único cigarro que contenía me sirvió
para esparcirlo picado y hacer mi cubil más cálido y confortable, una casa
fantástica, pensé mirándola con mis negros ojillos antes de dejarla atrás. Me
giré de nuevo en redondo y corrí silencioso hasta llegar a la puerta del
despacho, eternamente entreabierta. La traspasé acariciando el quicio con mi
peludo costado y volé después en línea recta hacia la tienda, describiendo luego
un arco para plantarme frente al largo pasillo que conformaba la hilera de
vitrinas y las estanterías que copaban por entero aquella pared. Todo cuajado
de conservas, salazones, embutidos, quesos... El techo soportaba un sin fin de
jamones y paletillas. Contemplé mi destino: la puerta al final del corredor, me
lancé hacia ella rozando con los bigotes los bajos de los expositores. La
encontré como de costumbre, ligeramente abierta. Penetré en la oscura sala y me
dirigí a tientas hasta el montón de cajas que se apilaban junto a las cámaras
frigoríficas, escalé aquella torre de plástico y una vez arriba, sólo tuve que
desplazarme con innecesario sigilo hasta quedar frente a la ansiada recompensa:
el taquito de queso gruyere y el trozo de galleta que cada noche y de manera
anónima, alguien dejaba para mí en el polvoriento altillo.
No siempre fue así, bien lo recuerdo.
Ocurrió sólo unos días después del atraco, un robo que milagrosamente conseguí
abortar, pues los cacos habían logrado desactivar la alarma y ya los podía oír
forzando los cierres para entrar. Me apresuré como nunca, no se porqué lo hice,
pero creí que no debía consentir que aquello ocurriera si sabía cómo impedirlo.
Tenía que trepar por las cortinas, caminar luego por el riel y dejarme caer al
capialzado, para meter mi hocico por el tubo que conducía los cables de la
alarma y roerlos hasta que hicieran masa entre ellos. La sirena comenzó a
bramar estridente, los ruidos en los candados cesaron y un motor diesel rugió con
estrépito, hasta que al poco su estruendo se diluyó en la madrugada. Hinché
pecho victorioso y respiré satisfecho. Un rato después llegó la policía, y don
Pedro, el dueño, y ya entrada la mañana vino el cerrajero a cambiar los
destrozados cierres. Y el técnico que debía comprobar la alarma, que si bien
funcionó como debía, le dijo don Pedro, por alguna causa era imposible que
callara si no era desconectada. Escuché con nitidez esta conversación,
invisible en mi caja de puros. Y también pude oír a la perfección como aquel
operario, antes de irse, le decía que algo misterioso había hecho saltar la
alarma, que había sido previamente desactivada y puesta a zumbar después, como
si un duendecillo, dijo, hubiera pelado los cables para contrarrestar la treta
de los ladrones. Me inquieté de pronto con esta revelación, me sentí estúpido,
delatado de mí mismo, pensé que podían ponerlo todo patas arriba y descubrir mi
guarida, acabarían conmigo, o si con suerte escapaba sería para decir adiós a
esa vida regalada de ratón de almacén. No fue así, nada se movió de su sitio y
nadie fue a hurgar detrás del armario, donde yace mi refugio. Y sin embargo,
desde entonces comencé a recibir aquel merecido premio. En fin, royendo mi trocito de galleta comencé
una noche más ha hacer repaso de la plantilla, de su actividad, de sus
movimientos. Sospechaba del dueño, claro, ¿pero qué clase de ser humano va a
sospechar que un ratón sea capaz de semejante proeza? Tal vez su hija, pero
pronto la descarté, la muchacha solo venía a la tienda viernes y sábado a echar
una mano a su padre con el papeleo. No, debía ser alguien de frecuencia diaria,
pues diario era mi almuerzo. Con estas intrigas anduve tentado un tiempo y
apunto estuve de roer un queso de las vitrinas, a ver si así conseguía que
alguien se pusiera nervioso o se comportara de un modo extraño, pero era
demasiado arriesgado, una niñería que acabé por desechar. Ya era discreto antes
de aquella anónima relación y por nada del mundo quería romperla. Nunca mis
patitas dejaron huella en los patés, no pisé jamás expositor alguno, tales eran
mis dudas y mis prisiones, y con esa prudencia solía conducir mis asuntos.
Siempre me nutrí de los desechos: ya eran abundantes, siempre me moví en la
sombra, cauto, prudente, podría incluso aseverar que nadie en el almacén había
llegado alguna vez a visualizar mi ratonil figura. Aunque aquella noche,
repantigado panza arriba y abrazado a mi gruyere, ya gozaba de saber que
alguien se acordaba de mi cada día, lo cual era tan desconcertante como
placentero, ¿pero quién podría ser?, me preguntaba mientras comía. Luisito. Esta
cena se viene depositando aquí religiosamente desde antes de que él llegara,
hace solo una semana: descartado. Amparo es un sol, madre de dos niños,
rolliza, rubicunda, amable, siempre está sonriendo, pero si tiene más papeletas
es por un deseo personal: me encantaría que fuera ella la que mete aquí la mano
para alojar tales manjares, es una de mis ilusiones, me gusta Amparo. Andrés ya
atendía el negocio cuando llegué, tiene veintidós años, el rostro aún corrido
de acné como un púber y una frenética actividad que lo obliga a acudir con más
frecuencia de lo común al cuarto de baño para ejercitarse en actos que por
evidentes me excusaré de pormenorizar. Y es precisamente por eso, por esa
enajenación en la que vive, por lo que no creo sea Andrés. Ya sólo me queda
Matilde, la bruja Matilde. Si ella tuviera la más mínima sospecha de que un
ratón habita en este lugar, una de dos: hubiera huido con promesa de no
regresar hasta tener certificado de mi muerte, o ella misma me habría matado, a
tiros. Es una empleada eficiente, don Pedro le tiene mucho aprecio, pero es
seca, fría, reservada, es una guapa solterona que no ha conocido varón, creo
que por no encontrar uno digno de su mayestática persona. Es vehemente,
soberbia, orgullosa, egocéntrica, todo lo dispone y en nadie confía, la verdadera
jefa, manda más que don Pedro. Es la primera en espantar a cualquier perro
callejero que pretenda husmear a la entrada, y asegura padecer alergia a los
gatos, o eso dijo aquella vez que echó uno fuera de la tienda de un certero
puntapié. Creo que odia a los animales, que odia a todo el mundo, que odia sólo
porque no es capaz de enamorarse, tan estirada ella, jamás exterioriza sus
emociones. He pensado alguna vez en plantarme delante del espejo cuando se
retoca el maquillaje, a ver si la mato del susto, pero no, no es propio de mí
desearle la muerte a nadie, aparte de ser yo el que tiembla sólo de pensarlo.
Debo por mi bien desechar tan abyectos pensamientos y continuar en anónima y anodina
existencia… Y en estas elucubraciones me devanaba el seso cuando mordisqueando
mi trocito de queso debí quedarme dormido.
Me despertó el bramido metálico de
la primera persiana, fue como salir de repente de una pesadilla, estaban
abriendo y me intentaba desperezar a millones de años luz de mi agujero. Quise
tensarme sobre las patas, pero no me respondían, extrañado, confuso,
narcotizado, no me quedó otra que agazaparme y esperar a que la tienda abriera
sus puertas, temblando, mientras los empleados se preparaban para enfrentar una
larga y singular jornada de trabajo: habría zafarrancho. Y no puedo decir que
la inquietud que me tuvo en vilo aquel día entero viniera provocada por alguna mortal
amenaza, me sentía seguro en mi atalaya, inmovilizado pero tranquilo. Desde
aquel altillo disponía de una situación privilegiada, pero la incertidumbre de
no saber qué podría estar pasando en mí casa y aquella visión borrosa
intervenida por algo semejante a un código de barras, y las voces y sonidos que
mis orejas captaban tan lejanos, me llevaron a tal estado de desconsuelo que si
mi acelerado corazón no llegó a estallar aquella mañana, fue para diagnosticar
su naturaleza fuerte y vigorosa. Modestia aparte, no quiero ser pedante, de
igual modo admito ser un cobardica y asumo mi carácter pusilánime; filosofías a
un lado, me mantuve alerta durante horas sin que en la sala frigorífica pasara
nada, fuera de las entradas habituales de Andrés, el más hábil carnicero de la
plantilla y encargado del despiece. Atisbaba por la rendija de la puerta y
observaba el paso de gente, así pude ver durante un rato a Amparo subida en una
escalera para frotar los azulejos más altos de la pared, a Luisito, colgando y
descolgando jamones al ritmo que le marcaba don Pedro. Vi a Matilde pesando
doscientos gramos de lacón que eran más de un cuarto, tecleando y extrayendo el
ticket para entregar en mano a doña Maruja, a la que solía fulminar con la
mirada hasta intimidarla de tal modo que la pobre mujer acababa pidiendo un
poco de mortadela que no tenía pensado comprar. Matilde no se mojaba las manos
como amparo, o Luisito, y eso don Pedro lo sabía, pero éste admiraba sus
virtudes para el negocio y jamás la hubiera apartado de estar frente a la
clientela. Todos a limpiar, incluido él, pero ella a vender, aunque no hubiera
cliente alguno en la tienda. Andrés no cerró en una ocasión al salir y mis
ojillos pudieron abarcar durante un rato toda la fila de vitrinas, hasta que la
última se perdía de vista a tan solo un metro de la puerta del despacho, mi
habitación, mi hogar. Fueron los peores momentos, no dejaba de imaginar a
Andrés y Luisito moviendo el pesado armario para limpiar detrás, en tanto
Matilde, que vigilaba celosamente para que el trabajo se realizara de forma
adecuada, se terminaba agachando sorprendida, tomaba mi caja entre sus manos y
entrecerraba los ojos con una maléfica sonrisa. Esperaba con ansiedad que me
volvieran las fuerzas, y que llegara la hora de cerrar para que se fueran todos
a comer y así regresar por fin a mi agujero, contando con que no hubiera sido
hallado y saqueado, me lamentaba, me sentía aún aturdido. Fue entonces cuando
aquella mano apareció ante mí, poderosa, enorme. Me aplasté rendido y sentí
levitar mi cuerpecillo, me angustié, no podía impedirlo, era como una pesadilla
de la que no lograba salir. Y de repente, el espantoso y gigantesco rostro de
Matilde se adueñó de todo, sus labios fruncidos, una ceja enarcada sobre su
mirada desdeñosa, estaba a merced de aquel ogro terrible, comprendí que me
había atrapado, cautivo a causa de mi hambre y mi necedad. Me había
engolosinado hasta convertirme en un adicto, había sabido suprimir todos mis
pensamientos e ideales ofreciéndome una vida cómoda y segura, era como si me
hubieran drogado. Me dieron a probar aquellas engañosas mieles, lujos que ni
siquiera necesitaba, pues ya con los desperdicios vivía en la abundancia. Y así
fue como me apresaron, y desde aquel día pago penitencia en esta tétrica cárcel
de acero galvanizado. Y hago el único ejercicio que se me permite, en esta
humillante noria que pongo a girar para llamar la atención de mi amo, don Pedro,
que me observa sonriente y magnánimo.
-¡Mira lo que pone aquí!- Lo escuche decir-. Los ratones domésticos en
rara ocasión viven más allá de seis meses, pero en cautividad pueden alcanzar
hasta los tres años, o incluso más.
Me volví en mi jaula para contemplar a Matilde, que había escuchado a don
Pedro y ahora lo miraba incrédula para no mostrar desprecio a tal información,
supuse.
-Ya sé: piensas que estoy loco-, continuó diciendo-. Tú crees que fue
pura casualidad, pero estoy convencido que este ratoncito fue providencial, además,
quiero pensar que de no ser por él, yo estaría arruinado y tú en el paro, y que
a lo mejor por eso te afanaste tanto en darle caza, quién sabe; sin querer le
has alargado la vida. Este granujilla te estará agradecido, ¿lo ves?, te está
mirando. Creo que a veces entiende hasta lo que hablamos, es muy listo.
Matilde lo miraba impertérrita, con aspecto hierático, sin pronunciar
palabra, se giró sobre sus pies y confirmó la entrega de cierto lote de jamones
antes de salir. Don pedro no la escuchó, andaba embelesado con su minúsculo y
nuevo huésped: yo, que pacía melancólico mientras me lamentaba de mi propia estupidez,
de haber subestimado a los humanos, sobre todo a la astuta Matilde, que
comprendí había sido mi captora. Y por salvar el negocio a mi carcelero, o
benefactor, es cuestión de perspectiva.
Ahora tengo más comida de la que necesito, pero añoro mi caja de puros; y
el placer de salir a hacer mi ronda nocturna como antes lo hacía: anónimo. La
satisfacción de encontrar una lasca de manchego semicurado, la libertad, la
vida. Según don Pedro viviré mucho más tiempo prisionero, preferiría vivir
menos, pero más intensamente; qué más da, no puedo escoger… Luego don Pedro
apagó la luz, cerró la puerta y al poco rato, como viene ocurriendo desde hace
unos días, se volvió a abrir muy despacio para dejar entrar la silueta femenina
de Matilde. Después, los alambres de mi jaula chirriaron para anunciar que
tenía el paso franco, que podía escapar y recorrer la tienda, Matilde no se
olvida nunca de que las puertas queden entreabiertas. La vi marcharse, pero no
moví un bigote, incapaz de huir todavía. Y ella lo sabía, lo cual era aún más
humillante. Apostaba cada día segura de mi sumisión y así me convertía en el
ser más miserable del mundo. Las persianas bramaron y se hizo el silencio, pero
permanecí inmóvil. Así estuve durante un buen rato, hasta que por fin me
decidí, abandoné la jaula y me dirigí hacia mi caja de puros. Allí estaba,
detrás del armario, olvidada. Di media vuelta y corrí hasta la sala
frigorífica, escalé la pila de cajas, me planté en el altillo y no supe que más
podría hacer entonces. Así que retomé el camino y me fui de nuevo a mi jaula,
tiré con mis patitas del pestillo y su puertecita se cerró con un chasquido.
Tomé un trozo de galleta del comedero y me senté a roerla en un rincón de mi
celda, solo así conseguía dejar de pensar, solo así espantaba mis temores.
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