jueves, 22 de diciembre de 2016

EL RATÓN

EL RATÓN

            Aquella noche aguardaba con la habitual cautela, agarradas mis patitas al borde del agujero, estático, auscultando los sonidos que solían sucederse uno tras otro a la hora del cierre. La puerta acristalada creó el silencio, las persianas metálicas tronaron para romperlo y su eco dejó el vacío, después, un agradable calorcillo recorrió mi cuerpecito hasta las orejas, con ese cosquilleo que por fin me procuraba el esperado alivio, por fin me hallaba en la más absoluta soledad. Olfateé precavido, por si acaso, y engurruñiendo el hociquito me deslicé por el inmenso desfiladero que quedaba entre el armario y la pared. Aquel era mi hogar, la vieja caja de puros que un día resbaló desde lo alto del estante y quedó para siempre en el olvido. De oloroso cedro, hube de esforzarme al principio para roerla, el único cigarro que contenía me sirvió para esparcirlo picado y hacer mi cubil más cálido y confortable, una casa fantástica, pensé mirándola con mis negros ojillos antes de dejarla atrás. Me giré de nuevo en redondo y corrí silencioso hasta llegar a la puerta del despacho, eternamente entreabierta. La traspasé acariciando el quicio con mi peludo costado y volé después en línea recta hacia la tienda, describiendo luego un arco para plantarme frente al largo pasillo que conformaba la hilera de vitrinas y las estanterías que copaban por entero aquella pared. Todo cuajado de conservas, salazones, embutidos, quesos... El techo soportaba un sin fin de jamones y paletillas. Contemplé mi destino: la puerta al final del corredor, me lancé hacia ella rozando con los bigotes los bajos de los expositores. La encontré como de costumbre, ligeramente abierta. Penetré en la oscura sala y me dirigí a tientas hasta el montón de cajas que se apilaban junto a las cámaras frigoríficas, escalé aquella torre de plástico y una vez arriba, sólo tuve que desplazarme con innecesario sigilo hasta quedar frente a la ansiada recompensa: el taquito de queso gruyere y el trozo de galleta que cada noche y de manera anónima, alguien dejaba para mí en el polvoriento altillo.
            No siempre fue así, bien lo recuerdo. Ocurrió sólo unos días después del atraco, un robo que milagrosamente conseguí abortar, pues los cacos habían logrado desactivar la alarma y ya los podía oír forzando los cierres para entrar. Me apresuré como nunca, no se porqué lo hice, pero creí que no debía consentir que aquello ocurriera si sabía cómo impedirlo. Tenía que trepar por las cortinas, caminar luego por el riel y dejarme caer al capialzado, para meter mi hocico por el tubo que conducía los cables de la alarma y roerlos hasta que hicieran masa entre ellos. La sirena comenzó a bramar estridente, los ruidos en los candados cesaron y un motor diesel rugió con estrépito, hasta que al poco su estruendo se diluyó en la madrugada. Hinché pecho victorioso y respiré satisfecho. Un rato después llegó la policía, y don Pedro, el dueño, y ya entrada la mañana vino el cerrajero a cambiar los destrozados cierres. Y el técnico que debía comprobar la alarma, que si bien funcionó como debía, le dijo don Pedro, por alguna causa era imposible que callara si no era desconectada. Escuché con nitidez esta conversación, invisible en mi caja de puros. Y también pude oír a la perfección como aquel operario, antes de irse, le decía que algo misterioso había hecho saltar la alarma, que había sido previamente desactivada y puesta a zumbar después, como si un duendecillo, dijo, hubiera pelado los cables para contrarrestar la treta de los ladrones. Me inquieté de pronto con esta revelación, me sentí estúpido, delatado de mí mismo, pensé que podían ponerlo todo patas arriba y descubrir mi guarida, acabarían conmigo, o si con suerte escapaba sería para decir adiós a esa vida regalada de ratón de almacén. No fue así, nada se movió de su sitio y nadie fue a hurgar detrás del armario, donde yace mi refugio. Y sin embargo, desde entonces comencé a recibir aquel merecido premio.  En fin, royendo mi trocito de galleta comencé una noche más ha hacer repaso de la plantilla, de su actividad, de sus movimientos. Sospechaba del dueño, claro, ¿pero qué clase de ser humano va a sospechar que un ratón sea capaz de semejante proeza? Tal vez su hija, pero pronto la descarté, la muchacha solo venía a la tienda viernes y sábado a echar una mano a su padre con el papeleo. No, debía ser alguien de frecuencia diaria, pues diario era mi almuerzo. Con estas intrigas anduve tentado un tiempo y apunto estuve de roer un queso de las vitrinas, a ver si así conseguía que alguien se pusiera nervioso o se comportara de un modo extraño, pero era demasiado arriesgado, una niñería que acabé por desechar. Ya era discreto antes de aquella anónima relación y por nada del mundo quería romperla. Nunca mis patitas dejaron huella en los patés, no pisé jamás expositor alguno, tales eran mis dudas y mis prisiones, y con esa prudencia solía conducir mis asuntos. Siempre me nutrí de los desechos: ya eran abundantes, siempre me moví en la sombra, cauto, prudente, podría incluso aseverar que nadie en el almacén había llegado alguna vez a visualizar mi ratonil figura. Aunque aquella noche, repantigado panza arriba y abrazado a mi gruyere, ya gozaba de saber que alguien se acordaba de mi cada día, lo cual era tan desconcertante como placentero, ¿pero quién podría ser?, me preguntaba mientras comía. Luisito. Esta cena se viene depositando aquí religiosamente desde antes de que él llegara, hace solo una semana: descartado. Amparo es un sol, madre de dos niños, rolliza, rubicunda, amable, siempre está sonriendo, pero si tiene más papeletas es por un deseo personal: me encantaría que fuera ella la que mete aquí la mano para alojar tales manjares, es una de mis ilusiones, me gusta Amparo. Andrés ya atendía el negocio cuando llegué, tiene veintidós años, el rostro aún corrido de acné como un púber y una frenética actividad que lo obliga a acudir con más frecuencia de lo común al cuarto de baño para ejercitarse en actos que por evidentes me excusaré de pormenorizar. Y es precisamente por eso, por esa enajenación en la que vive, por lo que no creo sea Andrés. Ya sólo me queda Matilde, la bruja Matilde. Si ella tuviera la más mínima sospecha de que un ratón habita en este lugar, una de dos: hubiera huido con promesa de no regresar hasta tener certificado de mi muerte, o ella misma me habría matado, a tiros. Es una empleada eficiente, don Pedro le tiene mucho aprecio, pero es seca, fría, reservada, es una guapa solterona que no ha conocido varón, creo que por no encontrar uno digno de su mayestática persona. Es vehemente, soberbia, orgullosa, egocéntrica, todo lo dispone y en nadie confía, la verdadera jefa, manda más que don Pedro. Es la primera en espantar a cualquier perro callejero que pretenda husmear a la entrada, y asegura padecer alergia a los gatos, o eso dijo aquella vez que echó uno fuera de la tienda de un certero puntapié. Creo que odia a los animales, que odia a todo el mundo, que odia sólo porque no es capaz de enamorarse, tan estirada ella, jamás exterioriza sus emociones. He pensado alguna vez en plantarme delante del espejo cuando se retoca el maquillaje, a ver si la mato del susto, pero no, no es propio de mí desearle la muerte a nadie, aparte de ser yo el que tiembla sólo de pensarlo. Debo por mi bien desechar tan abyectos pensamientos y continuar en anónima y anodina existencia… Y en estas elucubraciones me devanaba el seso cuando mordisqueando mi trocito de queso debí quedarme dormido.
            Me despertó el bramido metálico de la primera persiana, fue como salir de repente de una pesadilla, estaban abriendo y me intentaba desperezar a millones de años luz de mi agujero. Quise tensarme sobre las patas, pero no me respondían, extrañado, confuso, narcotizado, no me quedó otra que agazaparme y esperar a que la tienda abriera sus puertas, temblando, mientras los empleados se preparaban para enfrentar una larga y singular jornada de trabajo: habría zafarrancho. Y no puedo decir que la inquietud que me tuvo en vilo aquel día entero viniera provocada por alguna mortal amenaza, me sentía seguro en mi atalaya, inmovilizado pero tranquilo. Desde aquel altillo disponía de una situación privilegiada, pero la incertidumbre de no saber qué podría estar pasando en mí casa y aquella visión borrosa intervenida por algo semejante a un código de barras, y las voces y sonidos que mis orejas captaban tan lejanos, me llevaron a tal estado de desconsuelo que si mi acelerado corazón no llegó a estallar aquella mañana, fue para diagnosticar su naturaleza fuerte y vigorosa. Modestia aparte, no quiero ser pedante, de igual modo admito ser un cobardica y asumo mi carácter pusilánime; filosofías a un lado, me mantuve alerta durante horas sin que en la sala frigorífica pasara nada, fuera de las entradas habituales de Andrés, el más hábil carnicero de la plantilla y encargado del despiece. Atisbaba por la rendija de la puerta y observaba el paso de gente, así pude ver durante un rato a Amparo subida en una escalera para frotar los azulejos más altos de la pared, a Luisito, colgando y descolgando jamones al ritmo que le marcaba don Pedro. Vi a Matilde pesando doscientos gramos de lacón que eran más de un cuarto, tecleando y extrayendo el ticket para entregar en mano a doña Maruja, a la que solía fulminar con la mirada hasta intimidarla de tal modo que la pobre mujer acababa pidiendo un poco de mortadela que no tenía pensado comprar. Matilde no se mojaba las manos como amparo, o Luisito, y eso don Pedro lo sabía, pero éste admiraba sus virtudes para el negocio y jamás la hubiera apartado de estar frente a la clientela. Todos a limpiar, incluido él, pero ella a vender, aunque no hubiera cliente alguno en la tienda. Andrés no cerró en una ocasión al salir y mis ojillos pudieron abarcar durante un rato toda la fila de vitrinas, hasta que la última se perdía de vista a tan solo un metro de la puerta del despacho, mi habitación, mi hogar. Fueron los peores momentos, no dejaba de imaginar a Andrés y Luisito moviendo el pesado armario para limpiar detrás, en tanto Matilde, que vigilaba celosamente para que el trabajo se realizara de forma adecuada, se terminaba agachando sorprendida, tomaba mi caja entre sus manos y entrecerraba los ojos con una maléfica sonrisa. Esperaba con ansiedad que me volvieran las fuerzas, y que llegara la hora de cerrar para que se fueran todos a comer y así regresar por fin a mi agujero, contando con que no hubiera sido hallado y saqueado, me lamentaba, me sentía aún aturdido. Fue entonces cuando aquella mano apareció ante mí, poderosa, enorme. Me aplasté rendido y sentí levitar mi cuerpecillo, me angustié, no podía impedirlo, era como una pesadilla de la que no lograba salir. Y de repente, el espantoso y gigantesco rostro de Matilde se adueñó de todo, sus labios fruncidos, una ceja enarcada sobre su mirada desdeñosa, estaba a merced de aquel ogro terrible, comprendí que me había atrapado, cautivo a causa de mi hambre y mi necedad. Me había engolosinado hasta convertirme en un adicto, había sabido suprimir todos mis pensamientos e ideales ofreciéndome una vida cómoda y segura, era como si me hubieran drogado. Me dieron a probar aquellas engañosas mieles, lujos que ni siquiera necesitaba, pues ya con los desperdicios vivía en la abundancia. Y así fue como me apresaron, y desde aquel día pago penitencia en esta tétrica cárcel de acero galvanizado. Y hago el único ejercicio que se me permite, en esta humillante noria que pongo a girar para llamar la atención de mi amo, don Pedro, que me observa sonriente y magnánimo.
-¡Mira lo que pone aquí!- Lo escuche decir-. Los ratones domésticos en rara ocasión viven más allá de seis meses, pero en cautividad pueden alcanzar hasta los tres años, o incluso más.
Me volví en mi jaula para contemplar a Matilde, que había escuchado a don Pedro y ahora lo miraba incrédula para no mostrar desprecio a tal información, supuse.
-Ya sé: piensas que estoy loco-, continuó diciendo-. Tú crees que fue pura casualidad, pero estoy convencido que este ratoncito fue providencial, además, quiero pensar que de no ser por él, yo estaría arruinado y tú en el paro, y que a lo mejor por eso te afanaste tanto en darle caza, quién sabe; sin querer le has alargado la vida. Este granujilla te estará agradecido, ¿lo ves?, te está mirando. Creo que a veces entiende hasta lo que hablamos, es muy listo.
Matilde lo miraba impertérrita, con aspecto hierático, sin pronunciar palabra, se giró sobre sus pies y confirmó la entrega de cierto lote de jamones antes de salir. Don pedro no la escuchó, andaba embelesado con su minúsculo y nuevo huésped: yo, que pacía melancólico mientras me lamentaba de mi propia estupidez, de haber subestimado a los humanos, sobre todo a la astuta Matilde, que comprendí había sido mi captora. Y por salvar el negocio a mi carcelero, o benefactor, es cuestión de perspectiva.
Ahora tengo más comida de la que necesito, pero añoro mi caja de puros; y el placer de salir a hacer mi ronda nocturna como antes lo hacía: anónimo. La satisfacción de encontrar una lasca de manchego semicurado, la libertad, la vida. Según don Pedro viviré mucho más tiempo prisionero, preferiría vivir menos, pero más intensamente; qué más da, no puedo escoger… Luego don Pedro apagó la luz, cerró la puerta y al poco rato, como viene ocurriendo desde hace unos días, se volvió a abrir muy despacio para dejar entrar la silueta femenina de Matilde. Después, los alambres de mi jaula chirriaron para anunciar que tenía el paso franco, que podía escapar y recorrer la tienda, Matilde no se olvida nunca de que las puertas queden entreabiertas. La vi marcharse, pero no moví un bigote, incapaz de huir todavía. Y ella lo sabía, lo cual era aún más humillante. Apostaba cada día segura de mi sumisión y así me convertía en el ser más miserable del mundo. Las persianas bramaron y se hizo el silencio, pero permanecí inmóvil. Así estuve durante un buen rato, hasta que por fin me decidí, abandoné la jaula y me dirigí hacia mi caja de puros. Allí estaba, detrás del armario, olvidada. Di media vuelta y corrí hasta la sala frigorífica, escalé la pila de cajas, me planté en el altillo y no supe que más podría hacer entonces. Así que retomé el camino y me fui de nuevo a mi jaula, tiré con mis patitas del pestillo y su puertecita se cerró con un chasquido. Tomé un trozo de galleta del comedero y me senté a roerla en un rincón de mi celda, solo así conseguía dejar de pensar, solo así espantaba mis temores.       



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