Florentia Iliberritana. 145 A.C.
Jesús,
el viajero del tiempo, degustaba ensimismado su bacalao con tomate al resguardo
de la Cronociberfly,
que invisible en la ribera del río, permitía gozar de una vigilancia segura y
tranquila. Conocedor de la Historia, evaluaba los hechos ocurridos en la Hispania de entonces para
determinar de qué modo podía afectarle, o si acaso, servirse de ello para llevar
a cabo su secretísimo plan, tan secreto que ni él mismo lo sabía, porque la
consigna era la improvisación, la misiva era seguir el dictado de su corazón y
de su ilusión, sólo por el barrio. ¡No ni na!, se dijo a sí mismo. Elevó el
mentón masticando un trozo de pan y pudo contemplar el más calmo de los
crepúsculos, lentamente caía la noche más efímera del año y allá donde el río
se perdía en los campos, el horizonte azafranado se tornaba rosáceo para
confundirse con un celeste cada vez más oscuro. En los arrabales comenzaban a
brillar las primeras lucernas, los nativos de la civitas se preparaban para sus
ritos paganos, sus venerados Dioses Lares serían agasajados, se celebrarían
juegos nocturnos en honor al hermano Sol y a la hermana Luna, arderían hogueras
y nadie dormiría hasta el amanecer. Correrían los odres de vino de mano en
mano, y la carne, y el jamón, y el queso, y los dulces. Habían traído para la
ocasión, recién llegado desde Sexi y en exclusiva para los vecinos
iliberritanos, salazones de pescado, boquerones y un exquisito garum. Pero el tirano
de la urbe, Minaretix, no participaría de aquella fiesta, porque además de
continuar recluido en su castro a causa del miedo, ni había ni hubiera sido
invitado jamás. Y ésta era una circunstancia que divertía a Jesús, pero a la
vez lo fastidiaba. Los gobernantes no son inaccesibles, se decía, sino
prisioneros de sus propios temores. Por otra parte, contemplaba la situación
histórica. El sur de la Península Ibérica andaba en constante agitación, el
lusitano Viriato traía de cabeza a las legiones romanas, lo cual eclipsaba un
asunto sin importancia como el de la rebelión que estaba teniendo lugar en
Florentia Iliberritana. El nuevo cónsul, Quinto Fabio Máximo, se tomaría esa
noticia como un contratiempo molesto y todo lo más, enviaría un manípulo de
legionarios como guarnición y alivio de… ¡La mosca cojonera de ese sátrapa
cagón de Minaretix! Imaginaba Jesús al romano en paños menores dando saltitos
dentro de su tienda de campaña, tal vez en algún lugar entre Cástulo y Basti,
mientras escuchaba el mensaje de boca del heraldo. Sonrió con sus divagaciones
y decidió que aquella noche sería para disfrutarla en compañía de sus vecinos,
después de todo, eran sus antepasados. Mañana habría tiempo, se dijo, para
idear una estrategia. Después de todo, si estaba en el pasado era para intentar
alterar el futuro y evitar si podía males y sufrimientos. Pero hoy estaba
invitada toda la urbe, incluido él, y nadie se lo iba a perder. Nadie excepto
el tirano Minaretix y su concejo de urracas y esbirros. Y su sibila, claro, la
que no se nombra, la pérfida Friktáxtila. La bruja, la arpía, la víbora, la
pécora, el bicho, de mil maneras llamaban a la malvada hechicera, excepto por
su verdadero nombre. Intuyó el viajero el escollo que podía suponer esta
innombrable mujer, sólo comparable a doña Mae Telesfriend.
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